Para corresponder a un amor infinito

//static.flickr.com/8266/8663104143_37bcfb753d_mLa aventura de descubrir el amor infinito de Dios

Seis siglos separan a Santa Gertrudis de Santa Teresa del Niño Jesús ¾la primera vivió en el s XIII, la segunda en el XIX¾, y, sin embargo, son muy cercanas.

Santa Gertrudis fue una mística favorecida con revelaciones; conoció el sufrimiento físico y sobre todo el sufrimiento del corazón. Doblegada por la enfermedad, fue frecuentemente privada de la participación activa en la liturgia. Participó también en las numerosas pruebas por las que pasó su comunidad, en particular la excomunión de que fueron objeto por parte de los canónigos ¾por cuestiones de intereses de poder¾, estando vacante la sede episcopal. Pero las pruebas de Gertrudis son siempre acompañadas de la presencia y de las consolaciones de Jesús.

A Santa Teresa del Niño Jesús se la ha llamado «la mística de la noche», ya que desde su entrada en el Carmelo, salvo raras excepciones, ha reconocido estar privada de toda consolación, y, sin embargo, sentirse la más feliz de todas las creaturas (Ms A 73 vº). Hablando de su retiro de profesión dice:

«La aridez más absoluta y casi el abandono fueron mi suerte. Jesús dormía como siempre en mi pequeña navecilla… Él no se despertará, sin duda, antes de mi gran retiro de la eternidad. Pero esto en lugar de causarme pena me da un extremo placer» (Ibid. 75 vº).

Sin embargo, Teresa recibe a veces grandes luces: «No es lo más frecuente durante mis oraciones que ellas sean abundantes, sino en medio de las ocupaciones de mi jornada» (Ibid. 83 vº).

Gertrudis se alimentaba de la Sagrada Liturgia, de la Sagrada Escritura, de los Padres de la Iglesia y de San Bernardo en particular; mientras que Teresa tenía por único libro el Evangelio que ella llevaba día y noche sobre su corazón (cf. CSG p 80); la mayor parte de los otros la dejaban insatisfecha.

Por encima de las diferencias en el camino espiritual de ambas santas, en su vida interior profunda, las dos tenían la misma fe en el amor misericordioso. Ambas se reconocían pobres y sedientas de agradecer las misericordias con que Dios las había colmado, y transformaron su vida en una ofrenda al amor infinito de Dios. Ellas se han sabido amadas por Dios y han querido corresponderle con un amor que raya en la locura, devolverle amor por amor.

Gertrudis, monja de Helfta, a los 26 años vivía en un estado de tibieza cuando Jesús le revela su amor misericordioso, desbordante de ternura. La llama a la conversión en aquella tarde memorable del 27 de enero de 1281. Él, con delicadeza, apacigua la agitación que la traía aproblemada desde hace más de un mes, debido a un prueba que Él mismo había permitido. Con una voz dulce le dice:

«Bien pronto vendrá tu alivio, ¿por qué consumirte de tristeza? Yo te salvaré y te libraré, no temas. Tú has lamido la tierra con mis enemigos, y has chupado entre las espinas algunas gotas de miel. Ven a mí y yo te embriagaré en el torrente de mis delicias divinas (Sal 35.9)» (H II, 1).

En ese instante, de cara a Jesús, Gertrudis ha descubierto simultáneamente la gravedad de su pecado y la compasión llena de ternura de su Salvador. Es un encuentro entre dos mendigos de amor. Desde ahora, en el corazón de su pobre esposa, el Señor podrá hacer desbordar la ternura de su amor infinito.

Este encuentro con Jesús será para Gertrudis el punto de partida de una vida totalmente nueva. Ahora ella va a transformar su existencia en una alabanza infinita como expresión de su amor. Le dice al Señor: «Haz tuya mi vida y une mi alma a tu amor; que toda mi vida y mis acciones canten tu alabanza» (Ex 6.554-556).

Teresa, por su parte, desde la más tierna edad entra en un camino de conversión y santidad llevado, sin tregua, hasta la cima del amor. Dice: «Desde la edad de los tres años, comencé a no rehusar nada de lo que el buen Dios me pedía» (DE p. 717). Siendo ya carmelita, le confía a la Madre Inés como, a los catorce años, Jesús le había revelado su sed de ser amado.

Dice:

«El grito de Jesús sobre la cruz resonaba continuamente en mi corazón: “Tengo sed” (Jn 19.28)» (Ms 45 vº). «Me parecía escuchar a Jesús decirme como a la Samaritana: “Dame de beber”. Es un verdadero intercambio (echange) de amor; a las almas yo les daba la sangre de Jesús, a Jesús le daba esas almas rehechas por su rocío divino; así me parecía que podría saciarlo» (Ibid. 46 vº).

El deseo creciente e insaciable de amar más al Señor llevará a Gertrudis y a Teresa a reconocer la incapacidad de amar desde sí mismas. Este descubrimiento las pone en camino de la pequeña vía, la infancia espiritual, que las conducirá a una ofrenda grandiosa como víctima de holocausto al amor misericordioso, donde serán consumidas por las olas desbordantes de la ternura infinita de Dios.

Una parábola, síntesis de una pequeña doctrina

El 27 de enero de 1281 fue para Gertrudis un día privilegiado. Tuvo una experiencia mística primera, en la cual se encuentra en germen toda su vida futura. A través de ella, Gertrudis aprende la manera de hacer de su vida una acción de gracias agradable al Señor, la acción de gracias de un niño maravillado de ser el sujeto de una ternura gratuita y misericordiosa por parte de Dios. Aquello que relata tiene su inspiración en el comentario de San Bernardo a la parábola del fariseo y del publicano (S. Cant., 51,6). Según el Doctor melifluo, Dios nos prodiga corrientes o ríos de gracias, nosotros debemos hacerlos remontar a su fuente por la acción de gracias, a fin de que ellas vuelvan nuevamente a nosotros sin interrupción.

Pero hay acciones de gracias muy diferentes. En el Sermón 13, sobre el Cantar de los cantares, San Bernardo nos pone en guardia contra el fariseo de la parábola que «honra a Dios con los labios, pero que, en el fondo del corazón comete una ofensa hacia Dios»; la corriente de gracia no sube hacia su fuente, se seca (S. Cant. 51, 6). Es la trampa, agrega él en la cual caen sobre todo los religiosos y los hombres entregados a la vida espiritual (Ibid., 13, 3).

Se comprende que Gertrudis se haya dejado interpelar. Por una parte, ella quiere hacer de toda su vida una acción de gracias, como una forma de correspondencia al amor del Señor; por otra, en su oración, ella vigila para que no vaya a ocurrir que por un «soplo de vanagloria, la corriente de gracia que ella recibe, se seque». Desea ser preservada para siempre de ese soplo de vanidad del fariseo. El remedio le parece muy simple; lo encuentra en el comentario que San Bernardo hace de esta parábola de San Lucas, parábola seguida del episodio de los niños presentados a Jesús.

A partir de esta meditación, ella comprenderá que deberá adoptar la actitud exactamente contraria a la del fariseo que se estimaba mejor que los otros. Ella será entonces el publicano, o mejor aún, el niño más imperfecto en la numerosa familia de Jesús. Así será más colmada que los otros por el Padre, lleno de ternura por el más pequeño. La corriente de gracia que ella recibe no se secará, sino que llegará a ser un torrente por el cual se podrá remontar a la Fuente, a través de la acción de gracias.

En esta «revelación», Gertrudis ha comprendido que Dios la ha escogido para recibir un don infinito, y para hacer de su vida una acción de gracias, de valor también infinito. Ésta será a la vez la del niño y la del publicano, ambos conscientes de ser amados gratuitamente, sin ningún mérito de su parte.

Así aparece Gertrudis en toda su obra, como niño y publicano a la vez; así se presenta ella: como un heraldo escogido por el Señor «a causa de su indigencia».

Ella se llama a sí misma «la última de sus sirvientes, deshecho de todo el universo creado (¡!), el más vil de los átomos» (H II, 20, 1; V 28, 2; 35, 2, etc.). Transmitiendo su doctrina, ella aparece como heraldo, ejemplo, testigo de la ternura divina: pietas divina.

Las oraciones, confesiones y los escritos de Gertrudis son todos cantos a la ternura divina donde se manifiesta la unidad entre lex orandi – lex credendi – lex vivendi.

La pequeña doctrina de Gertrudis, encerrada en la parábola del Padre lleno de ternura por el más pequeño de sus hijos, bien podría resumirse en la definición de la santidad de Santa Teresita:

«La santidad consiste en una disposición del corazón que nos hace humildes y pequeños entre las manos del buen Dios, conscientes de nuestra debilidad y confiantes hasta la audacia en su bondad de Padre» (Novissima verba 3-08-1897; DE p 582).

Desarrollo de la pequeña doctrina

A través de la vida diaria en el monasterio, será Jesús mismo quien se encargará de hacer progresar a su esposa Gertrudis en esta pequeña doctrina que la llevará a ofrecerse como víctima de holocausto a la ternura desbordante de Dios, a su pietas divina. Veamos algunos trozos característicos de ella:

Un día ella rezaba por los perseguidores del monasterio. Jesús le declara que Él ha sido vencido por la ternura de Gertrudis, y va a realizar lo que le pide, a la vez que le manifiesta el deseo de que estos perseguidores vuelvan a Él por la penitencia (H 67, 2, 9).

En el curso de un sermón, ella oye que nadie puede ser salvado sin este amor que consiste en arrepentirse y abstenerse del pecado. El Señor le revela que en el momento de la muerte, Él se muestra al hombre con una tal ternura, que éste es capaz de morir en un acto de amor perfecto sin temor a la condenación.

Como otras veces, ella reza por la salvación de los pecadores; no osa interceder por aquellos que merecen la condenación. El Señor le reprocha su timidez. Maravillada de la generosidad divina, ella pregunta que debía agregar como oraciones supererogatorias para obtener la salvación de ese género de pecadores. «Con toda serenidad y ternura, Él le da esta respuesta maravillosa: “es suficiente la confianza para obtenerlo perfectamente”» (H III 9 n° 5 y 6).

Así Gertrudis progresa en su pequeña doctrina, en su confianza en la pietas divina. Otro día, para probarle que su ternura es un abismo que no se puede agotar, Jesús le promete escucharla mucho más allá de lo que ella le pide. Ella, llena de admiración, llamará a esta ternura: torrente, océano, abismo inagotable.

Incansablemente, Jesús va a enseñar a Gertrudis que su pequeña doctrina consiste en tener fe en la pietas divina de donde nace la confianza. Ella aprende entonces que esta ternura divina es sin límites, que nadie es excluido, que todo hombre puede ser beneficiario. Para penetrar en este torrente infinito, es necesario ser como un niño, que confía incondicionalmente en Dios y que recurre a él en todas sus dificultades.

El día de los Santos Inocentes, estando impedida por el tumulto de sus pensamientos de prepararse convenientemente a la comunión, Gertrudis implora la ayuda divina. El Señor le hace saber cómo esta confianza inquebrantable le es agradable cuando un alma está saltada por la tentación. Le dice citando el Cantar:

«De ella puedo decir: “Única es mi paloma escogida entre mil, con una sola de sus miradas, ha traspasado mi Corazón divino” (Cant 6, 8; 5, 10; 4, 9), al punto que si yo no pudiese socorrerla, mi Corazón tendría una pena tan grande que todos los gozos del cielo serían impotentes para alejarla» (H III 7, 1).

¡El amor del Señor nos desconcierta! Tanto su sufrimiento como su gozo son equiparables a su ternura, es decir, sin medida.

Y Jesús explica a su esposa atónita su extraordinaria compasión hacia el hombre frente al cual se hace solidario por su encarnación. Ya Jesús le había enseñado a Gertrudis que, vencido por su propia ternura, él se sentía constreñido a cuidar del hombre endurecido en su pecado. Sin embargo, el pecador no arrepentido no está receptivo a la ternura de su Dios; su actitud es la de rechazo, no puede recibir los beneficios. Pero no ocurre así con su esposa, con aquella que le hiere el corazón por una confianza inquebrantable.

En una ocasión de poca importancia, habiendo experimentado una pena interior intolerable, ella hace durante la elevación de la hostia, la ofrenda de esa desolación a Dios, en eterna alabanza. Le parece entonces que el Señor atrae su alma hacia sí (a través de esta hostia), haciéndola reposar sobre su pecho y diciéndole:

«Como una tierna madre tiene costumbre de expulsar con sus besos todos las penas de su pequeño hijo, de la misma manera, por mis palabras amantes, quiero alejar todas tus penas y contrariedades» (Ibid. 63, 1, 3-8 y 2, 1-7).

«Un día, en la laxitud que le causaba el agotamiento de sus fuerzas, Gertrudis le dice al Señor: “¿Para qué sirvo, Señor?, ¿en qué me quieres emplear?». Jesús le responde citando la palabra de Is 66, 13, que Teresita descubrirá maravillada: “Como una madre consuela sus hijos, así yo te consolaré” (Ibid. 30, 38, 1-4)».

Gertrudis hace y hará siempre esa experiencia de la ternura divina. De aquí nacerá en ella un abandono y una confianza crecientes en su Esposo.

Un día el Señor le declara: «El amor de mi ternura divina que no se puede contener, me obliga a sufrir profundamente contigo en toda adversidad» (H IV 23, 1, 17-19). Esta es la consolación que nos da el Señor; Él no suprime el sufrimiento, sino que se compadece. Él sufre con nosotros y en nosotros. Como un niño, la esposa se deja instruir, conducir, prestando el oído del corazón, y Jesús le habla al corazón. Gertrudis se preocupa de poner de relieve su debilidad de niño; a veces aproblemada por bagatelas, no puede dominar bien sus obsesiones, sus tentaciones. Una vez, cuenta ella con un poco de humor, que ha pasado un día entero en la paz y en el gozo, pareciendo que gobierna con Jesús todos los reinos del cielo y de la tierra. Mas, hacia la tarde, un incidente banal le causa un gran decaimiento, al punto que todo el bien que había gustado precedentemente se encuentra comprometido. Ella trata de distraerse pero sin resultado, porque pasa una noche en blanco. En esta ocasión, recurre de nuevo a Jesús. Así todo lo ocurrido se transforma en una nueva gracia. Tener, de tiempo en tiempo, la experiencia de sus límites es una necesidad para pasar a la etapa siguiente. Y así se va creciendo en la conciencia de la propia pequeñez. Esta actitud interior atrae a Jesús, quien, a su vez, se muestra «seducido» por todo hombre que se acuerda con acción de gracias de su Encarnación redentora, por aquel que le contempla crucificado, que participa de su Pasión, que sabe que sin Él no puede nada.

El día de la Circuncisión, ella buscaba por el dulce nombre de Jesús calificativos que le traspasaran el Corazón. Mientras que ella penaba en su amorosa búsqueda, el Señor seducido por el ardor de esta ternura, ¡qué digo!, vencido, en la violencia de su amor divino, se inclina hacia ella, y le imprime sobre sus labios un beso (H IV 5, 1, 11-18). Igualmente, el Señor es atraído por la obediencia de las Hermanas, por todo aquello que le dé los menores signos de ternura, de amor hacia Él mismo y hacia el prójimo. El Señor es entonces «vencido», no solamente por su propia ternura, sino también por la ternura de su propia creatura: ¡«Impotencia» del todopoderoso! La esposa, igualmente, es seducida, vencida por la ternura de su Creador: dos ternuras se encuentran, ambas se dejan seducir, se dejan vencer la una por el otro: atracción recíproca, ¡el Creador es vencedor del hombre y el hombre es «vencedor» de su Dios!

De cara a este inconcebible y humilde amor de su Dios, Gertrudis no hace más que ver mejor su pecado. Tanto frente al Señor, como en sus escritos, ella se preocupa de presentarse más imperfecta que los otros, con el alma del publicano (H I 10, 1, 15-27; 11, 2, 2-4). Así ella será el heraldo de Jesús, manifestándonos a través de su vida, la ternura gratuita, misericordiosa, desbordante de su Esposo. Tal será la lección que Jesús nos quiere transmitir por su intermediaria: ser el publicano contrito con alma de niño, objeto de un amor infinito del Corazón de Jesús.

Un día, avanzando para alimentarse del sacramento de la vida…, ella se postra en tierra en la humildad de su corazón… En respuesta, el Hijo de Dios, inclinándose a su vez como un dulce amante, da a su alma un beso (H III, 18, 1, 1-8). En otra oportunidad, cuando ella desfallecía a la vista de su indignidad…, el Señor se inclina hacia ella en su ternura toda misericordiosa (Ibid. 39, 1, 1-4). Otro día, el recuerdo de sus faltas pasadas la tenía en una tal confusión que ella no buscaba sino esconderse para siempre, y, he aquí que el Señor se inclina hacia ella con tanta reverencia que toda la corte celeste, como presa de asombro trata de detenerlo. A lo que el Señor responde: «No puedo absolutamente impedir de alcanzar a quien, por las cuerdas sólidas de la humildad, atrae hasta ella mi Corazón divino» (Ibid. 30, 39).

Aquí de nuevo, el Creador y la creatura dejándose vencer el uno por la otra, llegan a ser vencedores el uno de la otra. Es adoptando la actitud del publicano de la parábola de San Lucas que Gertrudis llega a ser victoriosa de su Esposo que, esta vez, es vencido tanto por la ternura de su corazón como por la humildad de su creatura. Él es de tal manera constreñido, «obligado», que toda la corte celeste se revela impotente para impedir que se abaje hacia su Gertrudis; es decir que todo poder que tendería a oponerse a los designios de su Corazón, a su proyecto de alianza con todo hombre, se deberá declarar vencido. Es dejándose vencer por su ternura todopoderosa que el Hijo de Dios deviene el gran vencedor: ¡He aquí la «impotencia» del todopoderoso!

A su esposa le declara:

«Debes saber que absolutamente nada del cielo ni sobre la tierra, ni siquiera las exigencias del juicio y de la justicia, me pueden impedir, por la plena satisfacción de mi divino Corazón, de concederte mis beneficios» (Ibid. 18, 3, 9-10).

Jesús trata a su esposa con infinito respeto. Lejos de mirar desde lo alto una débil, que se presenta a Él en la verdad de su ser de creatura limitado y pecador, es atraído, se inclina, vencido por la ternura de su Corazón, constreñido a compadecerse de ella.

El abajamiento de la creatura «provoca» o seduce el abajamiento del Creador. Gertrudis aprende, y nosotros aprendemos que si el hombre tiene necesidad de Dios, Dios «tiene sed» del amor del hombre. Dos sedientos, dos mendigos de amor van a encontrarse: el Creador y la creatura, que mutuamente se van a unir por el amor.

La ofrenda como víctima de holocausto: suma de la pequeña doctrina

Amada por un amor infinito, Gertrudis tiene el alma de un niño para amar locamente, pero se siente insatisfecha de su alabanza. Se acusa constantemente de negligenciar su agradecimiento, de su ingratitud (H II, 23, 12, 7; 23, 15, 2; 23, 18, 8; 23, 20, 6-8; 23, 21, 10; H II, 24, 2, 7). Por su pequeña doctrina, Jesús le ofrece el medio de realizar su sueño: «No te pido más que una cosa, venir a mí, toda vacía, y presta a recibir» (H IV, 26, 9, 26). En efecto, siendo los raudales de ternura divina abundantes, sobreabundantes, desbordantes hasta el punto de no poder contenerse para verterse, no necesitan más que un receptáculo.

En una fiesta de Pentecostés, Gertrudis se prepara con obstinación, mediante la confesión, a excavar en ella ese corazón pobre de publicano que será capacidad, cavidad nunca tan profunda como sería de su deseo, pero que se hace tanto más profundo cuanto ella se juzga más vil. En ella, siempre se trata de una doble confesión, no de un repliegue en sí, sino de una necesidad de amor; en efecto, declara en «tener su gozo en comparar su dureza de esposa a la ternura de su Esposo» (H II 20, 14): «¡Mientras más es manifiesta mi indignidad, más resplandeciente de belleza tu tierna condescendencia! (Ibid. 22, 1, 21-22). Y en otra parte: «Teniendo tu morada en lo más alto de los cielos, en la dulce bondad del Padre, has querido encontrar un albergue en la casa de mi pobreza» (Ibid. 32, 17, 12-14).

Así es como Santa Gertrudis experimenta tanto su miseria como la ternura misericordiosa de su Esposo y las confiesa a ambas inseparablemente. A la luz de esta kénosis de su Dios que viene a habitar en su «corazón de lodo» que Él va a transformar (Ibid. 3, 2, 6), ella descubre, conmovida, la profundidad de este misterio de amor inaudito, ávido de comunicarse. «Me parece, más claro que el día, declara a Jesús, que tú no puedes contener la superabundancia de tu dulzura» (Ibid. 16, 4, 1-2).

A esta fuente que tiene sed de ser bebida, a esta ternura desbordante, que nace sin cesar y salta hasta la vida terna, que no se puede contener ni detener, a este amor misericordioso, Gertrudis sabiéndose pequeña, consciente de su miseria, de su impotencia de amar, se ofrece como víctima de holocausto. Ella se da infinitamente pobre al que es infinitamente rico.

En su corazón de publicano contrito, las olas de ternura de su Dios no pueden más que precipitarse. En la doctrina de la infancia espiritual, ella ha encontrado la manera de desencadenar este dinamismo. Sabe que el amor de Dios realizará en ella una obra de amor, de construcción, pero primeramente de «destrucción». Ella implora que, como gota de agua en este amor que es un océano, río, diluvio, catarata, sea sumergida, ahogada (Ibid. 6, 372-379), o que, como grano de incienso levantado por el viento del Espíritu, ella sea transportada al seno de la ternura infinita (Ibid, 4, 314-329).

Gertrudis se entrega para ser la víctima de este amor que consume y que transforma. Ella espera de esta ofrenda que nace de su corazón de pobre, la muerte, pero una muerte de amor que es vida (Ibid. 4, 345; 314-329):

«Me acerco a ti, fuego consumidor, ¡oh Dios mío! En el ardor encendido de tu amor que me devora (como un) pequeño grano de polvo, consúmeme enteramente y absórbeme en ti» (Ibid. 4, 68-74).

«¡Jesús, llévame hacia la llama de tu vivo incendio!» (Ibid. 4, 303-304).

«Que tú puedas en mí, tan pequeña, con el soplo de tu boca, anular todos los obstáculos a tu voluntad y a tus deseos…, para que muriendo a mí misma, yo viva en ti» (Ex 7, 233-237).

«Un día, durante la Eucaristía, vio a este Jesús amantísimo atraerla hacia sí en la llama de amor de su Corazón traspasado… Se encontró lavada, transformada en el agua y la sangre que corría de este Corazón» (H III 18, 5, 14ss.).

Gertrudis va entonces a obtener la transformación implorada con insistencia. De las cenizas del ser antiguo va a nacer el ser nuevo, va a reencontrar la semejanza perdida. De rosa sin nobleza será transformada en lirio. Plantada en el valle de la humildad, al borde de las aguas de la desbordante caridad, reverdecerá y reflorecerá.

Jesús y Gertrudis van a intercambiar corazón y voluntad. De ahora en adelante todo lo que pertenece a uno pertenecerá al otro. La esposa pequeña va a disponer del amor del Corazón de Jesús para cantar a su Dios una acción de gracias de valor infinito: gracia recibida, gracia que vuelve a su fuente por la acción de gracias y por el amor nacido de este corazón pobre y amantísimo de Gertrudis, esposa de Jesucristo (H II 23, 8; H III 25, 1; 26, 2; 30, 1, 8-11; 53, 1, 9-10; IV 2, 16, 6-15 …).

Teresa en marcha hacia el descubrimiento del amor…

Algunos siglos más tarde, Teresa de Lisieux, también insatisfecha de su correspondencia al amor loco de su Dios, reclamará este favor que fue concedido a su hermana de Helfta, esto es, el don de su Corazón:

«¡Ah! Para amarte, dame mil corazones,

Pero es demasiado poco. Jesús, Belleza suprema,

Dame para amarte tu divino Corazón» (PN 24, 31° estrofa, 21 octubre 1895).

Y enseguida cantará:

«Es tu amor, Jesús, que yo reclamo,

Es tu amor el que me debe transformar,

Introduce en mi corazón tu llama que consume,

Y así podré bendecirte y amarte» (Ibid. 41, 2° estrofa, fin 1896).

A este Dios, Teresa, como Gertrudis, se ofrecerá como víctima de holocausto, y Él va a suplir a la impotencia de niño de la primera de la misma manera que ha suplido la impotencia de la segunda. Pero Teresa en el principio de su vida espiritual todavía no ha llegado a este estado; solamente lo logrará después de haber hecho los dos descubrimientos de Gertrudis: el de su imposibilidad de amar y de llegar a la santidad por sí misma; y la de este amor misericordioso desbordante de ternura de su Esposo que va a suplir su impotencia. Para descubrirlos será necesaria una larga búsqueda personal, correspondiendo a las inspiraciones interiores que la movían a deseos magnánimos. Ella buscará y encontrará: «He buscado, he encontrado», estas palabras van a volver a menudo en su pluma.

Sigámosla en su itinerario. Desde la edad de los 9 años, hacia el 1882, Teresa está bien decidida a llegar a ser una santa y está convencida que lo logrará. Adivina que necesitará sufrir muchísimo, pero no quiere ser santa a medias, y sufrir no la asusta.

A los 14 años, en 1887, un año antes de su entrada al Carmelo, la lectura del libro de Arminjon la transporta. Ella llega a la siguiente conclusión: «Yo querría amar, amar a Jesús con pasión y darle mil muestras de amor» (Ibid. 47 v°). Ella está y permanecerá enamorada, pero hasta 1893 está preocupada de amar de una manera más bien activa, lo que supone el esfuerzo. Para alcanzar la santidad cuenta sobre todo con ella misma. Esto es propio de una etapa de la vida espiritual. En efecto, en 1888 escribe: «Quiero ser una santa»; entonces cita a San Agustín: «No soy perfecto, pero quiero llegar a serlo».

En 1889, ya carmelita desde hace un año, escribe: «La santidad consiste en sufrir, en sufrir por todo. Es necesario conquistarla a punta de espada, es necesario sufrir… ¡es necesario agonizar!». Se preocupaba en particular de practicar la humildad, quería ser el grano de arena bien oscuro, bien escondido a todos los ojos, que solamente Jesús pudiera ver (Ibid. 49). Esta humildad no era todavía la del niño lleno de confianza que se abandona. Todavía se preocupa demasiado de ella misma; teme mucho haber manchado su vestido bautismal. Para pacificarla necesitará del juicio de varios sacerdotes que le repetirán que ella jamás ha cometido pecado mortal. La Madre Inés dirá más tarde: «El temor de ofender a Dios envenenaba la vida de Teresa» (PO 1513).

A partir de 1893, Teresa se encamina progresivamente al descubrimiento de su pequeña vía. Comienza entonces a presentir una nueva manera de amar: la de hacerse receptiva. En efecto, escribe a Celina: «El mérito no consiste en hacer o dar mucho, sino más bien en recibir, en amar mucho… es Jesús que hace todo y yo no hago nada» (Lt 142, 6 julio 1893). Así ella llega a comprender la relación que existe entre recibir y amar.

Sin embargo, permanece insatisfecha. Invadida por deseos desmesurados e impetuosos, está convencida que es el Señor quien los pone en su corazón, y, por tanto, que se realizarán. No se desanima; busca en la Sagrada Escritura una pequeña vía bien recta y corta para llegar a la santidad. A finales de 1894, en el libro de los Proverbios encuentra las siguientes palabras: «Si alguien es pequeñito, que venga a mí» (Prov 9, 4); y en Isaías: «Como una madre acaricia a su niño así yo os consolaré…» (Is 66, 12-13). Al fin ha encontrado lo que buscaba, el fundamento en la Escritura de lo que iba a ser en el futuro la pequeña vía. Maravillada, llegó a la siguiente conclusión: «No necesito crecer, por el contrario, es necesario que permanezca pequeña, que llegue a serlo cada vez más» (MsC 3 r°). Pero no es todavía la plena luz; está llegará el 9 de junio de 1895 durante la Eucaristía, en la fiesta de la Santísima Trinidad. En algunos instantes, en una especie de encandilamiento, Teresa descubre, como Gertrudis, que el amor del Señor es un amor desbordante, una fuente que tiene sed de ser bebida, que tiene sed de prodigarse. «Olas de infinita ternura», dicen ambas, y la carmelita agrega dirigiéndose a Jesús: «…que os sentiríais dichoso de no veros obligado a reprimir» (MsA 84r°).

En un primer tiempo, aun adolescente, había visto un aspecto de la cara de su Dios: Jesús sobre la cruz, mendigando de amor al cual ella pensaba solamente darse; también, por su sacrificio le ofrecía almas (MsA 46 v°). Ella era la que daba. Ahora ha descubierto otro aspecto de la cara de su Dios mendigo de amor: su sed de colmar su creatura, su sed de darse. Por su parte, Teresa se descubre también ella mendiga de amor, la que, pobre, tiene necesidad de recibir, de ser saciada. Ella se descubre, como una pequeña víctima, infinitamente deseada, y a la vez la que desea. Su reacción es inmediata, y con el fin de consolar a su Dios, se ofrece para recibir esas olas de infinita ternura. Su vida espiritual será desde ahora el encuentro entre dos mendigos de amor: «El amor es la sola cosa que (Teresa) ambiciona» (MsB 1 r°). «Ella tiene necesidad de amar hasta el infinito» (PN 53, 2° estrofa):

«Oh mi Dios, Trinidad bienaventurada…, a fin de vivir en un acto de perfecto amor, me ofrezco como víctima de holocausto a vuestro amor misericordioso, suplicándoos que me consumáis sin cesar, dejando desbordar en mi alma las olas de ternura infinita que están encerradas en Vos… si por debilidad caigo a veces, que inmediatamente vuestra divina mirada purifique mi alma consumiendo todas mis imperfecciones como el fuego que transforma todas las cosas en él mismo…»

Y tanto Teresa como Gertrudis piden la muerte de amor («Acto de ofrenda», en Ms p 318).

El Dios al cual se dirige Teresa como el de Gertrudis es el mismo: un Dios mendigo de amor: olas desbordantes de ternura, torrentes, océano. También es el Dios que purifica y transforma: fuego, llama, horno, brasero (MsA 84 r°; MsC 36 r°; PN 17, 6, 10, 14; PN 24 10, 11, 17; PN 54, 3; CSG p 71). Con estas imágenes nuestras santas quieren expresar lo que es la sed del amor divino.

Teresa comprende entonces que el amor como la santidad son dones a recibir, y que todo llega a ser posible al corazón de un niño indigente que se ofrece al desbordamiento de este amor. Llegada al colmo de la felicidad ha descubierto que en respuesta a la sed de su Dios, sus sueños de juventud van a transformarse en realidad. Así declara: «Para amaros (oh Dios) como me amáis, es necesario que me prestéis vuestro propio amor, entonces solamente encontraré el reposo» (MsC 35 r°).

Y agrega:

Oh faro luminoso del amor, he encontrado el secreto de apropiarme de tu llama. No soy más que una niña impotente y débil; sin embargo, es mi debilidad misma la que me da la audacia de ofrecerme como víctima a tu amor, ¡oh Jesús!… Sí, para que el amor sea satisfecho, es necesario abajarse, abajarse hasta la nada, para que Él transforme en fuego esa nada» (MsB 3v°).

Este texto ¿no contiene acaso toda la pequeña doctrina de Gertrudis? El humilde amor del Creador «es atraído» por la humildad de su pequeña creatura…: «¡Un abismo llama a otro abismo!», dice el salmo 41.

Como fue en Gertrudis, así es en Teresa. Por su ofrenda al Amor, culminación de su pequeña vía, su capacidad de amar ha crecido infinitamente. Teresa ha llegado a ser la pequeña que confía y se abandona. Su vida espiritual va a consistir en progresar en esta pequeña vía. La carmelita no olvidará jamás que para recibir el amor -olas de infinita ternura- debe permanecer pequeña y llegar a serlo cada vez más. Debe evitar el orgullo del fariseo que, según la expresión de Santa Gertrudis siguiendo a San Bernardo, «deseca en nosotros la corriente de la gracia».

Llegada a la cima y al término de su «carrera de gigante» (MsA 44 v°), todavía se le escapan imperfecciones que ella va a aprovechar para que su corazón sea cada vez más un corazón pobre. Cuando los demás se sorprenden de sus pequeñas faltas, ella se regocija: «Siento una alegría muy viva no solamente cuando se me encuentra imperfecta, sino sobre todo de sentirme yo mismo así» (Ibid. I 2/8, 6). Y agrega: «Yo soy más feliz de haber sido imperfecta que si, sostenida por la gracia, hubiese sido un modelo de dulzura» (LT 230).

Su alegría es la misma que la de Gertrudis, el gozo de tener un corazón pobre. Felicidad de tener un corazón receptivo en el cual el amor podrá derramarse. Gozo de hacer valer la justicia de su Dios y no la suya propia. Ella confesará: «¡Que feliz soy de verme imperfecta y de tener tanta necesidad de la misericordia de Dios en el momento de la muerte!» (CJ 2/7, 3). Preocupada de evitar el orgullo del fariseo, le dirá al Señor estas palabras de extraordinaria profundidad: «Yo no digo como Pedro, que no os negaré jamás» (Ibid. 9/7, 6). Así como ella ha expresado la alegría de ser la pequeña impotente, va también a expresar de una manera impresionante, sorprendente, el peligro del pecado más grave a sus ojos, el del fariseo, frente al cual ella no se siente protegida:

«¡Oh! Si fuese infiel, si cometiese solamente la menor infidelidad, siento que lo pagaría con problemas horribles; por eso no ceso de decirle al buen Dios: “¡Os ruego, Dios mío, presérvame del mal de ser infiel!”. Apoyarse sobre las propias fuerzas es arriesgarse de caer en el abismo (Ibid. 7/8, 4).

Cerca está el día en que, según su propia expresión, va a recibir una nueva y gran gracia; será con ocasión de su última comunión:

¡Qué grande y nueva gracia he recibido esta mañana!… Me sentía como el publicano, una gran pecadora. ¡Encontraba que el buen Dios era tan misericordioso!… Me siento tan miserable. La confianza no ha disminuido, bien por el contrario, y la palabra “miserable” no es exacta, ya que soy rica en todos los tesoros divinos. Pero es precisamente por eso que yo me humillo cada vez más (Ibid. 12/8, 3).

Con esta confianza de pequeña y publicana que espera todo del amor gratuito del Padre, quiere aparecer ante Él con «las manos vacías», quiere robar el cielo por una especie de juego de amor a la manera del buen ladrón y de los Santos Inocentes que son sus privilegiados y sus protectores (CSG p 41). Dice: «En lugar de sobresalir como el fariseo, repito, llena de confianza, la humilde oración del publicano» (MsC 36 v°). Tiene conciencia de haberse enriquecido en la medida que reconoce su pobreza. Al final de su vida, a ejemplo de Gertrudis, su actitud frente al Señor pasa a ser la del publicano con un alma de niño. Antes de desesperar de sí misma, pone toda su confianza en Dios solo: «No puedo apoyarme en nada, en ninguna de mis obras para tener confianza» (CJ 6/8, 4).

Así Teresa llega a tener un corazón cada vez más pobre, y por lo mismo más capaz de recibir. Y podrá afirmar: «El único camino que conduce a este horno divino (del amor), es el abandono del niño pequeño que se duerme sin temor en los brazos de su Padre» (MsB 1 r°, o LT 196). Y en otra parte dice: «Es la confianza, y solamente la confianza, la que debe conducirnos al Amor» (LT 197).

Confianza y abandono van a la par. Así recibirá ella el amor perfecto tan ardientemente deseado. A la santidad, que con tanto ardor ha deseado alcanzar, se llega por este sencillo camino de confianza y abandono en las manos del buen Dios.

Termina por comprender que todo lo bueno que hay en ella es don de Dios hecho a su pequeña:

Esta palabra de Job me ha encantado desde mi niñez: “¡Aun cuando Dios me matara, yo esperaría en Él!” (Job 13, 15). Pero me he demorado mucho en llegar a este grado de abandono. Ahora que ya estoy en él, el buen Dios me ha tomado en sus brazos y me ha puesto en este lugar» (CJ 7/7, 3).

Teresa ha comprendido que sin su Dios es absolutamente impotente. Ha descubierto su tabla de salvación: es su pequeña vía, aquella de la confianza y del abandono.

El Dios de Gertrudis y de Teresa

Un Dios mendigo de amor

Habiendo llegado a la infancia espiritual, teniendo un corazón de pequeño, nuestras santas han desencadenado las olas de la ternura divina. Han encontrado el medio de disponer de este amor violento e impetuoso, que no se puede contener, de este amor humilde que rehúsa utilizar la fuerza para conquistar el corazón de su pequeña creatura. Para conquistarla, Dios se abaja, se humilla y se hace mendigo de amor. Así Él ha mendigado el corazón de Gertrudis y de Teresa. «Bien amada, dame tu corazón», dice a la primera (H III 66, 1, 1-2).

Teresa, escribiendo a Sor María del Sagrado Corazón, nos da un comentario de esta palabra de Jesús:

«Jesús no ha temido mendigar un poco de agua a la Samaritana. Él tenía sed. Pero diciendo “Dame de beber“, es al amor de su pobre creatura la que pedía el Creador del universo».

Y ella cantará: «Tú mendigas mi amor» (MsB 1 v°; PN 36, 5).

De nuevo, como un mendigo, el Señor confía a Gertrudis lo que espera de su creatura: «Que actúe a una con Él, de manera que Él pueda moldearla según el deseo de su Corazón» (H IV 58, 2, 20-22).

Un domingo de Ramos, llegada la tarde, Gertrudis se ofrece a Jesús para que descienda en la pequeña hospedería de su corazón y le pide que le ayude a prepararlo convenientemente para recibirlo. Jesús le responde: «Si tú me das esa libertad, dame la llave de tu voluntad propia» (Ibid. 23, 9). Está claro que mendigando el corazón de su creatura, Jesús mendiga a la vez el poder de actuar en ese corazón con toda libertad, y eso en vista de transformarla a su imagen y semejanza. Le dirá: «Aprende de mí, que mi amor te santifique; que nuestra unión te transforme» (H III 8, 1, 23-24 y 26-27).

Y Gertrudis le contestará:

«Es en ti y en ti solo que nosotros podemos volver a hacernos a la imagen y semejanza de nuestro primer estado… ¡Oh horno potente, cuya acción transforma las escorias en oro puro y precioso!» (H II 7, 2, 8-13).

Jesús le enseña cuáles son los efectos de su mirada de amor:

Esta mirada «como el sol, produce en el alma blancura… la vuelve más brillante que la nieve… Él enternece el alma como el calor del sol reblandece la cera haciendo posible que se pueda imprimir en ella un sello» (H III 38, 2, 13-21).

En múltiples ocasiones, Jesús va marcando o renovando la marca de su imagen y semejanza en el alma de su esposa. Así en la fiesta de la Purificación, Gertrudis sabe que su alma, semejante a una cera resblandecida por el calor del fuego, fue marcada con el sello de la resplandeciente y toda serena Trinidad… (H II 7, 1, 13-18; H II 6, 2, 10-25; 21 n° 1 y 3; H IV 14, 7, 4-15).

Aquello que Gertrudis experimenta en la luz, Teresa lo ve en la noche de la fe. Para ella también el amor es fuego transformante. En su acto de ofrenda, ella implora al Señor la gracia concedida con anterioridad a Gertrudis:

«Si por debilidad caigo a veces, que vuestra divina mirada purifique mi alma, consuma todas mis imperfecciones como el fuego que transforma todas las cosas en sí mismo» (Acto de ofrenda).

Maravillada, ella constata que ha sido escuchada:

«Desde ese día (de mi ofrenda), me parece que el amor me penetra y me envuelve, que a cada instante este amor misericordioso me renueva, purifica mi alma y no deja ninguna traza de pecado» (MsA 84 r°).

Un Dios «sufriente»

Este Dios mendigo de amor, creador, recreador, Amor purificante, transformante, es, como nos muestra algunas páginas del Evangelio, «vulnerable», y sufre por el pecado de los hombres. Él mismo se presenta a Gertrudis como Cabeza del Cuerpo Místico, buscando la compasión de su esposa (H I 7, 3). Le dice: «Mis enemigos son también mis miembros… Estoy constreñido por mi propia ternura de cuidar de ellos, y tengo un deseo muy grande de que vuelvan a mí por la penitencia» (H III 67, 1). Jesús sufre también por el pecado de su esposa: una noche ella había cedido a un movimiento de cólera; a la mañana siguiente, Él se le apareció vagabundo y privado de toda fuerza (H II 12, 2).

En otra ocasión, Él enseña a su esposa que es constreñido a compadecerse del alma asaltada por la tentación. Ella manifiesta a Jesús su sorpresa: «¿Cómo tu Humanidad toda pura… puede constreñirte a la compasión hacia nuestras múltiples miserias?». Jesús responde a la cuestión de su esposa citando la palabra de la Carta a los Hebreos: «Él tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos para ser misericordioso» (H III 7, 7-19; 4, 1, 16-17; 5, 1, 15-17. Vd. Hb 4, 15 y 2, 17).

Este Dios que sufre por los pecados de los hombres, y así se lo manifiesta a Gertrudis, será el mismo de Teresa; porque desde el comienzo de su vida espiritual hasta su muerte, Teresa ha sentido la necesidad de consolar a Jesús. El 9 de junio de 1895 ha descubierto un Dios desconocido, rechazado, despreciado. En su ofrecimiento al amor misericordioso, ella manifiesta una vez más su deseo ardiente de consolar a su Dios.

Jesús mediador

Conforme a sus «pequeñas doctrinas» y «pequeñas vías», Jesús mendigo de amor se ofrece a nuestras dos santas como mediador. Es por Él que ambas irán al Padre, utilizando una «astucia de amor»:

«Un día, con toda la devoción que ella podía, Gertrudis participaba en la Eucaristía. En el momento del Kyrie eleison, el ángel de su guarda pareció tomarla en sus brazos como un pequeño niño para presentarla a la bendición de Dios Padre diciendo “Bendecid, Señor Dios Padre, vuestra pequeña hija. Pero como Dios Padre guardaba un largo silencio, pareciendo que estimaba indigno de bendecir una tal nada, ella entra en sí misma con confusión y se puso a considerar su bajeza y su indignidad. Entonces el Hijo de Dios, levantándose, intercedió por ella. Gertrudis apareció entonces, estando vestida de ropajes espléndidos y ricamente adornados, haber crecido hasta alcanzar la estatura perfecta de Cristo. Entonces Dios Padre, inclinándose con una misericordiosa benevolencia le da una triple bendición… Luego, en acción de gracias, ella ofreció a Dios Padre, todos los méritos de su Hijo único. Inmediatamente todos los adornos de su vestido se entrechocaron pareciendo producir una música muy dulce y deleitable, a la alabanza eterna de Dios Padre (H III 23, 1, 1-21).

Gertrudis siempre sedienta de rendir a su Creador una alabanza perfecta, y sin olvidar su impotencia, su pecado, toma espontáneamente la actitud del publicano con alma de pequeño. Así ella es justificada, embellecida por su Mediador, y a través de su Corazón divino, como un lirio o un turíbulo, Gertrudis ofrecerá a su Dios y también a María una alabanza de valor infinito (Ex 6, 372-379; H IV 26, 7; 41, 4-7; 50, 9, 16-18; 51, 2, 25-28).

En cuanto a Teresa ella se compara al pequeño pájaro que en su dulce canto confía, cuenta en detalle sus infidelidades al Señor, segura así de atraer más plenamente el amor de Aquél que no ha venido a llamar a los justos sino a los pecadores. Así, como un pequeño pájaro, ella será la presa del águila divina; así volará ella hacia el sol del amor, llevada sobre las alas de su águila adorada (MsB 5 v°). O, como ella también lo decía, será como un pequeño niño que se encuentra en la parte baja de una escalera o de la montaña del amor, donde los brazos de Jesús serán para ella «el ascensor» (MsC 3 r°).

En la vida de nuestras santas, Jesús se muestra como un mendigo de amor que llama a su creatura a una unión esponsal, a una colaboración en el designio salvífico de su Corazón para con la humanidad. Habiendo sido «vencido» por su propio amor y por las ternuras de sus esposas, Jesús ha llegado a ser el gran vencedor, haciendo partícipe a nuestras santas de su victoria pascual.

Santa Teresita y sus «vocaciones»

santa teresita 2Sería un absurdo decir que Santa Teresita es desconocida, pues desde el momento de su muerte, se extendió la fama de su santidad y se la veneró en todas partes, tributándosele a porfía homenajes y alabanzas, que lejos de desvanecerse y disminuir, fueron adquiriendo con el tiempo mayor extensión y brillantez.

Cuando a los 28 años de su muerte, como gloriosa excepción a la regla establecida, fue canonizada, este hecho constituyó un triunfo sin igual, que respondía no sólo a los deseos del mundo cristiano, reiteradamente manifestados, sino a la voz de Dios, que con toda su fuerza y magnificencia se dejó oír por medio de la Iglesia, rivalizando todos en la exaltación de su virtud y santidad.

Pío XI, al proclamar sus virtudes heroicas y milagros probados, la llama «la niña querida de su corazón» y le otorga la rosa de oro, ofrenda que S.S. reservaba sólo a las reinas; príncipes de la Iglesia la llaman también «la delicia del género humano», y multitudes de todas las partes del mundo, no menos enamoradas de la maravillosa armonía de su belleza que de sus virtudes, se sienten irresistiblemente atraídas hacia esa santita encantadora, que prometió mandar una lluvia de rosas y pasar su cielo haciendo bien a la tierra.

Mas este halo luminoso de belleza y virtud que la rodea y la hace tan familiar por la suavidad de sus maneras y su sonrisa angelical, al propio tiempo que favorece la expansión espontánea de su culto de un modo extraordinario, hasta el punto de que puede decirse que no hay iglesia ni capilla donde no se la venere, hace que con mucha mejor intención que acierto, se interpreten sus doctrinas de un modo dulzón, y hasta tal vez con una simplicidad morbosa, desviándose del camino por ella señalado y ocultando y reduciendo la profundidad y amplitud de su espíritu, con lo cual queda desfigurada la sublime pequeñez de la infancia espiritual, por una minimización de la santidad que se caracteriza únicamente por lo pequeño.

Por lo tanto, si no puede decirse que es desconocida, sin vacilar puede afirmarse que a pesar de lo extendido que esta su culto, no son pocas las personas que tienen de ella un conocimiento menos exacto.

En realidad, no es Santa Teresita la santita de los diminutivos empalagosos; su lluvia de rosas, no se limita a unos pétalos perfumados aunque descendidos milagrosamente; ni tampoco el bien que desde el cielo ha de hacer a la tierra se reduce a pequeños favores individuales aunque éstos sean muy apreciables y numerosos; es por el contrario la gran santa, cuya vocación universal y eterna, absorbe en sus múltiples manifestaciones, al par que lo grande y lo heroico, los pequeños actos de la vida ordinaria elevándolos al nivel de lo sobrenatural. No se empequeñece ni al descender a las cosas pequeñas, ni con su caminito de infancia espiritual, sino que estas mismas cosas pequeñas se hacen grandes por el valor que adquieren al influjo de su doctrina celestial, la cual no es más que un eco del Corazón Divino y la manifestación de su misericordia.

Sin embargo, para evitar estas desviaciones morbosas que ocultan la sublimidad mostrando sólo la pequeñez, no es preciso hacer conjeturas. Ella misma se nos muestra tal cual es al explicar sus vocaciones, que implican precisamente el conocimiento íntimo de la modalidad especial de su santidad. En el capítulo XI de su vida nos dice así:

«Ser vuestra esposa, ¡oh Jesús!, ser carmelita, ser por mi unión con Vos madre de las almas, debía bastarme. Pero yo siento en mí otras vocaciones: la de guerrero, la de sacerdote, la de apóstol, la de doctor, la de mártir… Querría llevar a cabo las obras más heroicas, me siento con el valor de un cruzado y querría morir en el campo de batalla en defensa de la Iglesia.

La vocación del sacerdote, ¡con qué amor, oh Jesús, os tendría en mis manos cuando mi voz os hiciera bajar desde el cielo!, ¡con qué amor os daría a las almas! Pero, ¡ay!, con todo el deseo de ser sacerdote, admiro y envidio la humildad de San Francisco de Asís, y siento la vocación de imitarle rechazando la sublime dignidad del sacerdocio. ¿Cómo realizar estos contrastes?

Querría iluminar las almas como los profetas y los doctores. Recorrer el mundo, anunciar vuestro nombre y plantar en tierra de infieles vuestra cruz gloriosa, ¡oh mi Bienamado! Pero una sola misión no me basta; querría anunciar el Evangelio en todas las partes del mundo, llegando hasta las islas más remotas. Querría ser misionero, no solamente algunos años, sino haberlo sido desde la creación del mundo y continuar siéndolo hasta la consumación de los siglos.

i Oh!, más que nada querría ser mártir. ¡El martirio!: he aquí el sueño de mi juventud; este sueño ha crecido conmigo en la pequeña celda del Carmen. Pero esto es otra locura, pues no deseo una sola clase de suplicio; para satisfacerme las necesito todas…

Querría morir desollada como San Bartolomé; como San Juan ser sumergida en aceite hirviendo; deseo como San Ignacio de Antioquía, ser triturada por los dientes de las fieras para convertirme en pan digno de Dios; con Santa Inés y Santa Cecilia querría ofrecer mi cuello a la espada del verdugo, y con Juana de Arco, ardiendo en una hoguera murmurar el nombre de Jesús.

Si dirijo el pensamiento a los tormentos inauditos que padecerán los cristianos en tiempos del Anticristo, siento que mi corazón se estremece, y querría que fueran reservados para mí todos estos tormentos. ¡Abrid, Jesús mío, vuestro Libro de la Vida donde se consignan las acciones de todos los santos; todas querría haberlas cumplido por Vos!»

La lectura de estos párrafos evidencia la aberración que se comete al considerar en ella sólo lo diminutivo y lo pequeño, porque demuestran, como remontándose con el vuelo majestuoso del águila, otea el infinito y descubre el magnífico panorama de todas las heroicidades y abnegaciones precisas para hacer triunfar la causa de Dios y se lanza valientemente a la liza indicando el camino a las multitudes innumerables que han de seguirla.

Tanto como la excelencia y sublimidad de estas vocaciones la caracteriza la certeza de que todas se cumplirán. Es de todo punto necesario que esta certeza estuviera sostenida por la fuerza sobrenatural de Dios, pues era tal, que no la hizo vacilar ni el presentimiento de su temprana muerte, ni el ver que siendo carmelita desde los quince años y cumpliendo con todo rigor y exactitud las reglas y encerramientos prescritos por nuestra Santa Teresa, se anulaba para la acción exterior que al parecer requería aquel cumplimiento.

Tampoco logró hacerla dudar el leer en las epístolas de San Pablo, que el cuerpo de la Iglesia se compone de diferentes miembros y que el ojo no puede ser la mano.

Entonces en vez de considerar temerarias estas aspiraciones de serlo todo, afirmase más la certeza de que lo será, y el contraste entre la quietud de su vida y los hechos que esto requiere, sólo hace que acuda a sus labios la misma discreta pregunta que la Virgen de Nazaret dirigió al ángel, cuando lo que le anunciaba tampoco podía verificarse por ninguna vía natural. ¿Cómo puede ser esto? Y como no tenía un ángel que con su contestación le resolviera la duda, buscó la respuesta atendiendo la voz de Dios por medio de las Sagradas Escrituras, y en las mismas epístolas de San Pablo encontró la solución. Veamos también cómo nos lo dice ella misma.

«El Apóstol explica cómo los dones más perfectos no son nada sin el amor y que la caridad es el camino más excelente para encontrar a Dios.

Considerando el cuerpo místico de la Santa Iglesia, no me había reconocido en ninguna de los miembros descritos por San Pablo, o mejor quería reconocerme en todas. La caridad me dio la clave de mi vocación. Comprendí que si la Iglesia tenía un cuerpo compuesto de diferentes miembros, el más necesario, el más noble de todos los órganos no había de faltarle, comprendí que sólo el amor movía los miembros y que si este amor se apagara, ni los apóstoles anunciarían el evangelio, ni los mártires derramarían su sangre. Comprendí que el amor encierra todas las vocaciones, que el amor lo es todo, que abraza todos los tiempos y todos los lugares porque es eterno».

Y «la paz fue su patrimonio, la paz plácida y serena del navegante que divisa el faro que le indica el puerto». Es decir, tuvo la seguridad de serlo todo y de cómo había de hacer para serlo.

Entonces sintió que el amor la consumía e hizo su solemne ofrenda como víctima del Amor Misericordioso, sumiéndola durante unos días en una especie de arrobamiento que la abstraía de todo cuanto la rodeaba. A partir de este momento, al influjo de los ímpetus de este amor, su alma fue adquiriendo la plena madurez mientras su cuerpo minado por la enfermedad caminaba con lenta rapidez hacia la muerte.

La voz de Dios le daba la íntima persuasión de que su ofrenda era aceptada y la guiaba «sin ruido de palabras y sin confusión de pareceres»; todos sus pensamientos y acciones convergían hacia el cumplimiento de su misión expresada en sus múltiples vocaciones y una seguridad siempre creciente le hacía decir: «En el cielo, Dios cumplirá todas mis voluntades porque jamás he cumplido mi voluntad en la tierra».

En cierta ocasión, no reparando en que su espíritu de sacrificio era lo único que físicamente la sostenía en pie, pues la fiebre la abrasaba, una de las hermanas le pidió su ayuda para un pesado trabajo de pintura. La Santa no pudo reprimir un ligero movimiento que denotaba cuanto le dolía esta incomprensión, y a continuación transcribimos una carta en la que ella comenta el hecho con su hermana y superiora, la Madre Inés de Jesús, que había sido testigo del mismo, y que además de demostrarnos que poseía la humildad que conoce los secretos que Dios vela cuidadosamente a los soberbios, este Dios que jamás se deja vencer en generosidad, no sólo le aseguraba que se cumplirían todos sus deseos, sino que cada vez le daba más prendas de esta seguridad.

«Madre bien amada: De pronto vuestra hija ha derramado dulces lágrimas; lágrimas de arrepentimiento y más aún de confianza y de amor. Hoy os he mostrado mi virtud, los tesoros de mi paciencia. ¡Yo que tan bien enseño a las demás! Estoy contenta de que hayáis visto mi imperfección. No me habéis reñido… pero lo merecía; de todos modos vuestra dulzura me ha dicho mucho más que las palabras severas; sois para mí la imagen de la divina misericordia.

Sí, mi hermana S…, por el contrario, es ordinariamente la imagen de la severidad del buen Dios. Pues bien, acabo de encontrarla. En lugar de pasar fríamente junto a mí, me ha abrazado y me ha dicho: «¡Pobre hermanita, me habéis dado lástima, dejad el trabajo que os he pedido, he hecho mal!»

Mas yo sentía en mi corazón la contrición perfecta, me he sorprendido al no recibir ningún reproche. Estoy convencida de que en el fondo me encuentra imperfecta; me ha hablada así porque cree que mi muerte está próxima. Mas no importa, no he oído más que las palabras dulces y tiernas que salían de su boca; entonces la he encontrado muy buena, y yo me encuentro muy mala!

Al entrar en mi celda me preguntaba qué es loque Jesús pensaba de mí. De pronto he recordado lo que dijo un día a la mujer adúltera: «¿nadie te ha condenado?», y yo con los ojos llenos de lágrimas le he respondido: «Nadie, Señor…, ni mi madrecita imagen de vuestra ternura, ni mi hermana S… imagen de vuestra justicia; y yo siento que puedo irme en paz, pues Vos tampoco me condenaréis».

¡Oh! Madre amadísima, oslo aseguro, estoy más contenta de haber sido imperfecta que si, sostenida por la gracia hubiera sido un modelo de paciencia. Esto me ha hecho tanto bien porque he visto como Jesús es siempre tan dulce, tan tierno para mí, por ello hay que morir de reconocimiento y de amor.

Madrecita, comprenderéis que esta tarde, el vaso de la misericordia divina se ha derramado para vuestra hija.

¡Oh! desde este momento, lo reconozco, sí, todas mis esperanzas serán cumplidas… sí, el Señor hará por mí maravillas que sobrepujarán infinitamente a mis inmensos deseos».

Por lo tanto desde este día ya sabe que no solamente se cumplirán todos sus deseos, sino que «Dios hará maravillas por ella que los sobrepujarán».

Y como si un raudal de luz divina proyectándose sobre el futuro, señalase vagamente los acontecimientos pero sin definirlos ni perfilarlos, ante sus ojos, próximos a cerrarse para las cosas de este mundo, van concretándose algunos conceptos; ya son los santos del cielo que la animan y le dicen: «Mientras eres prisionera no puedes cumplir tu misión; más tarde, después de tu muerte, este será el tiempo de tus conquistas». Ya ella misma asegura que no tendrá descanso hasta que el ángel diga «no hay tiempo», porque entonces el número de los elegidos estará completo; ya escribe a sus hermanos misioneros que «En el cielo no estará inactiva; trabajad por la Iglesia y por las almas y deseará lo mismo que ha deseado en la tierra amar a Dios y hacerle amar», O ya, al preguntarle sus novicias si las mirará desde el cielo, les contesta resuelta sin hacer ninguna reserva: «¡No, bajaré!».

Esta confianza culmina en la hora de la muerte, cuando ya siente próxima la voz del Esposo que le dice «Ven amada mía, paloma mía, ya el arrullo de la tórtola se ha oído, ya ha pasado el invierno…» exclama «no muero, entro en la vida» y «siento que mi misión va a empezar».

No es posible al hombre penetrar los arcanos de la Providencia, los designios de Dios como sus juicios son inescrutables, mas confiemos que en esta vida de Santa Teresita y en esta misión que empezaba al morir, se realizarán las maravillas de sus «Vocaciones» de un modo que sobrepujarán a sus inmensos deseos. Pero no podemos hacer otra cosa que creer y preguntarnos ¿cómo podrá ser esto?, ¿cuándo será?

María Asunción López

En torno al libro: el carisma de Teresa de Lisieux

//static.flickr.com/8266/8663104143_37bcfb753d_mNo me propongo realizar un análisis del contenido del libro que presentamos, si no despertar en los que me oigan el deseo de buscar en su lectura la vida en su itinerario espiritual tal como su autor la sabe presentar desde los manuscritos autobiográficos, abundantemente citados y únicos destacados en una tipografía muy visible.

La originalidad del libro presentado hoy aquí es precisamente el centrarse casi únicamente sobre la biografía auténtica tal como se nos revela en los escritos de la propia Santa, y pasarlos desde la doctrina de Santa Teresa de Jesús y de San Juan de la Cruz, ambos, con posterioridad a la vida de Santa Teresita del Niño Jesús, declarados Doctores de la Iglesia, y que en realidad tuvieron carisma de expresar en distinto estilo la doctrina católica sobre la vida mística.

* * *

Enseguida conviene hacer unas precisiones: solemos entender inadecuadamente por vida mística algunos acontecimientos extraordinarios: revelaciones, éxtasis, visiones, «locuciones», que Dios obra en algunos casos en los santos para bien de la Iglesia.

Pero, si la entendiésemos así, la vida mística no pertenecería a la santidad del cristiano, sino a aquellos dones carismáticos que Dios da a unos para bien de la comunidad de los fieles, pero que en sí mismos no santifican al que los recibe, y que por lo mismo no pertenecen a la vocación ordinaria del cristiano, a la vocación universal a la santidad.

De aquí que ya en el título se sugiere que el autor se propone hablar de aquella «palabra de sabiduría y de ciencia» de que Dios dotó a una jovencita que murió a los veinticuatro años de edad, para que sus escritos fuesen instrumento de una influencia espiritual profunda y extensamente beneficiosa. Se habla del carisma, pero enseguida en el subtítulo se nos dice que se va a presentar el ejemplo vivido de la doctrina de Teresa del Niño Jesús en su itinerario espiritual, aquel que vamos a tratar de comprender a la luz de la doctrina de los dos grandes Doctores.

Y en realidad el carisma de Teresa de Lisieux fue muy esencialmente el carisma doctoral y cuasi profético de recordar y como reencontrar en la Iglesia una verdad esencial y nuclear, que Pío XII decía que era «el corazón mismo del Evangelio» lo que ella había reencontrado.

Esta verdad esencial es, como lo ha recordado Juan Pablo II, y lo recuerda nuevamente el Cardenal Jubany, la filiación nuestra respecto a Dios nuestro Padre. Paternidad divina y filiación, por la que llamamos a Dios Padre, que Teresa de Lisieux volvió a anunciar, y que de alguna manera anunció como nunca hasta hoy se había hecho, con el «mensaje nuevo» de la infancia espiritual.

* * *

Ni la santidad es una vocación singular o selectiva, que destaque a los santos de entre los hombres al modo de «élite» distinguida y superior en cualidades a los demás hombres, ni la infancia espiritual es, como algunos han entendido, o mejor malentendido, una especie de camino supletorio o sucedáneo, apto para almas débiles y pequeñas, pero que no tiene por qué ser propuesto a los que pueden emprender heroicamente la empresa de la perfección cristiana.

Uno y otro concepto son erróneos. Es muy dañoso para la vida cristiana, y muy engañoso para quienes tienen una responsabilidad de servicio a la Iglesia, en el ministerio sacerdotal o episcopal o pontificio, o en la vida religiosa, o en el apostolado laical asociado, pensar que un santo es alguien «excelente», «distinguido», «importante» en lo humano.

Y no menos erróneo es pensar que los llamamientos que hallamos en la escritura: «Si alguno es pequeño venga a mí», «Venid a mí los que pasáis trabajos y estáis cargados» se dirigen a unos hombres «inferiores», pequeños y que sienten el trabajo como pesado por carecer de fuerzas para llevar la carga.

Si el primer concepto fuese válido, no podríamos entender nunca el misterio de la santidad de Jesús, María y José en Nazareth. Si el segundo concepto fuese válido, desmentiríamos a la palabra de Dios: «sin mí nada podéis hacer»: «la fuerza de Dios se ejercita en nuestra ausencia de fuerza»: «no yo sino la gracia de Dios conmigo».

* * *

Para entender el mensaje de Santa Teresita, que predica la sencillez del niño que todo lo confía de su padre y sabe que nada puede por sí mismo; y que remueve la idea de que la santidad consista en lo que se llamaba obras de «superrogación»: cosas extraordinarias, penitencias, etc., mientras insiste en el sencillo y cotidiano cumplimiento de la divina voluntad, convendrá precisar un punto doctrinal perfectamente aclarado por Santo Tomás de Aquino.

A este propósito será oportuno recordar la enumeración de Santa Teresita, muy poco tiempo antes de morir: ¿No es en la oración en la que los santos Pablo, Agustín, Juan de la Cruz, Tomás de Aquino, Francisco, Domingo y tantos otros Amigos ilustres de Dios encontraron esta ciencia divina que admira a los más grandes genios? ¡Admirable sentido de Iglesia y de su historia, que pocos especialistas en Patrología o en historia de la Teología o de la espiritualidad hubieran igualado en una enumeración diríamos improvisada!

Según Santo Tomás, aunque los carismas pertenezcan a pocos y la gracia santificante esté destinada a todos, no hay que deducir de esto que los carismas tengan mayor excelencia que la gracia; la dignidad o excelencia no se mide por la «particularidad» o escaso número, si no por el orden de las cosas: las de menor perfección se ordenan a las de mayor dignidad y perfección.

En la economía de la salvación, todo carisma se ordena a la gracia santificante, es decir lo que tienen pocos, se ordena a lo que todos están llamados a tener lo particular se ordena a lo más común, que es precisamente lo más excelente.

Según Santo Tomás, la perfección cristiana no consiste esencialmente en la práctica de los consejos, sino en el cumplimiento perfecto de los preceptos. El Nuevo Catecismo, reiterando algo que estaba ya en el Catecismo Tridentino, subraya que el «Sacerdocio ministerial» se ordena al «sacerdocio común» de que todo cristiano participa como miembro de Cristo y partícipe de su dignidad regia, profética y sacerdotal.

Santa Teresita tuvo el carisma de anunciar esta vocación universal a la santidad y este consistir la santidad en el cumplimiento de la voluntad divina. Cantaba a María:

«El estrecho sendero de los cielos
Tú lo has hecho accesible, practicando
las virtudes sencillas de los pobres».

Recordemos también la intencionada alusión en la poesía: «la rosa deshojada»:

«Señor, en tus altares hay más de una rosa fresca
a quien le gusta brillar.
Ella se entrega a Ti, pero yo sueño otra cosa:
deshojarme».

Digamos enseguida que este «deshojarse» tiene que ver con aquella práctica definición del amor. «¿Qué es el amor?», le preguntan, y responde: «Es la inmolación de sí mismo». Y también que «es propio del amor abajarse» para hacer bien, para comunicar el bien.

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En el prólogo del libro cita el Cardenal Jubany una frase de André Combes: «En el régimen del Evangelio todo pecador es un santo que desconoce su vocación». Por cierto que Sta. Teresita está mucho en esta convicción, pero más expresamente hallamos en ella afirmaciones que podríamos resumir diciendo: en la actual economía de la humanidad redimida por Cristo todo santo es un redimido, consciente de ser un pecador redimido. «Si dijéramos que no tenemos pecado no está en nosotros la verdad de Dios y somos mentirosos». «No he venido a salvar a los justos sino a los pecadores». «Son los enfermos y no los sanos los que tiene necesidad de médico».

En Santa Teresita, que se nos muestra en lo visible como la Santa más parecida a María, brilla admirablemente con el reconocimiento agradecido de haber sido preservada por la gracia de Dios del pecado, y de no haber negado nunca nada a nuestro Señor; la conciencia de ser objeto de misericordia, de no deber nada a su propio mérito, de haber sido escogida liberalmente, gratuitamente, por el amor misericordioso de Dios.

De aquí que en su mensaje de infancia espiritual, es central la afirmación de que «es la confianza y sólo la confianza la que debe llevarnos hasta el amor» como escribe a su hermana María del Sagrado Corazón a la que dice: «Si no me comprendéis es porque sois un alma demasiado grande». Es sumamente importante la afirmación suya de que no es por haber sido preservada del pecado por lo que siente confianza, puesto que confiaría aunque estuviera cargada de pecados; y cita un pasaje de la vida de los padres del desierto, que fue lo que ya no pudo escribir con su lápiz, porque se le aceleraba la debilidad que le llevó a la muerte.

Esta inocencia, absolutamente humilde y agradecida a la misericordia de Dios, recuerda a María. Santa Teresita cita precisamente las palabras del Magníficat al decirle a la priora María de Gonzaga: «soy ahora demasiado pequeña para tener vanidad, y también soy demasiado pequeña para saber construir bellas frases dirigidas a hacer creer que es mucha mi humildad; prefiero convenir con sencillez que «el Todopoderoso ha obrado en mí grandes cosas»; y la mayor es haberme mostrado mi pequeñez, mi impotencia para todo bien».

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También aquí podemos notar que es Santo Tomás de Aquino quien, afirmando que la perfección consiste esencialmente en la caridad teologal, y que el fundamento de la «justificación», obra de la gracia operante que nos traslada del pecado a la adopción divina de hijos, es la fe, advierte también que, en la disposición del sujeto, la humildad, parte de la modestia, es decir virtud en el orden moral de menor entidad que la justicia, la prudencia o la fortaleza, y la parte más sencilla de la templanza, la más fácil -lo difícil es la soberbia y por esto es tan culpable- la humildad es también, en un sentido más «básico», el fundamento de la vida cristiana. Sin humildad no se recibe la gracia de la justificación por la fe ni se puede tener esperanza teologal, que requiere el confiar sólo en Dios y la total desconfianza de sí mismo, y por lo mismo no se puede llegar al amor por la confianza filial en Dios sin ser humilde. «Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes».

Santa Teresita habla un lenguaje preciso y verdadero cuando dice que sólo por la confianza se llega al amor, y habla también con precisión al calificar como la mayor gracia recibida la del conocimiento de su impotencia para todo bien, de su pequeñez.

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Probablemente nos iluminará mucho considerar también las palabras de Teresita del Niño Jesús a su hermana María, entristecida y en el fondo «envidiosa» por la grandeza de deseos de martirio por el cielo grande como el universo que Santa Teresita expresa en su carta.

Le dice: «Mis deseos de martirio no son nada. Podrían ser aquellas riquezas de iniquidad que hacen injusto si uno se apoya en ellos y piensa que son algo grande». Aquí Santa Teresita, ciertamente guiada por su único director que es Jesús, nos enseña lo mismo que el gran Doctor Juan de la Cruz nos enseñó: la pobreza de espíritu como exigencia de no sentirnos propietarios y no sentirnos ensoberbecidos por nuestras virtudes o por los dones divinos que hayamos recibido.

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Mi maestro el P. Orlandis decía que Santa Teresita había sido la mensajera de una «democracia» divina en la vida espiritual. Enseña a no buscar los primeros lugares y enseña a encontrar a Dios donde quiera que estemos, y a buscar preferentemente el único lugar no envidiado, que es el último; y enseña el modo de no turbarse por ninguna tentación de vanidad. Si creemos que por nosotros mismos podemos ser algo grande, nos daremos cuenta de que sin la ayuda de Dios nada podemos, y nuestro remedio será reconocernos frágiles, y dirigir nuestra súplica a la misericordia del Señor.

Esta actitud, por la que nos alineamos con los débiles vanidosos en cuanto sentimos la vanidad, llega a la mayor audacia cuando Santa Teresita habla en primera persona del plural de las tentaciones de los incrédulos, cuando Dios la hizo sentar en la mesa de éstos, en amarga y oscura y prodigiosa tentación contra la fe que llenó casi el último período de su vida.

El misterioso designio de Dios por Santa Teresita está todavía por revelarse en su plenitud; sólo podemos entrever algo de este misterio. En los anhelos de salvación de los pecadores, de los incrédulos, en la invocación y «conjuro» a que Dios dirija su mirada sobre una legión de almas pequeñas, parece contenerse un mensaje no sólo doctoral sino profético. Nos quedamos silenciosos y expectantes a la escucha del llamamiento divino.

Francisco Canals