Santa Teresita y sus «vocaciones»

santa teresita 2Sería un absurdo decir que Santa Teresita es desconocida, pues desde el momento de su muerte, se extendió la fama de su santidad y se la veneró en todas partes, tributándosele a porfía homenajes y alabanzas, que lejos de desvanecerse y disminuir, fueron adquiriendo con el tiempo mayor extensión y brillantez.

Cuando a los 28 años de su muerte, como gloriosa excepción a la regla establecida, fue canonizada, este hecho constituyó un triunfo sin igual, que respondía no sólo a los deseos del mundo cristiano, reiteradamente manifestados, sino a la voz de Dios, que con toda su fuerza y magnificencia se dejó oír por medio de la Iglesia, rivalizando todos en la exaltación de su virtud y santidad.

Pío XI, al proclamar sus virtudes heroicas y milagros probados, la llama «la niña querida de su corazón» y le otorga la rosa de oro, ofrenda que S.S. reservaba sólo a las reinas; príncipes de la Iglesia la llaman también «la delicia del género humano», y multitudes de todas las partes del mundo, no menos enamoradas de la maravillosa armonía de su belleza que de sus virtudes, se sienten irresistiblemente atraídas hacia esa santita encantadora, que prometió mandar una lluvia de rosas y pasar su cielo haciendo bien a la tierra.

Mas este halo luminoso de belleza y virtud que la rodea y la hace tan familiar por la suavidad de sus maneras y su sonrisa angelical, al propio tiempo que favorece la expansión espontánea de su culto de un modo extraordinario, hasta el punto de que puede decirse que no hay iglesia ni capilla donde no se la venere, hace que con mucha mejor intención que acierto, se interpreten sus doctrinas de un modo dulzón, y hasta tal vez con una simplicidad morbosa, desviándose del camino por ella señalado y ocultando y reduciendo la profundidad y amplitud de su espíritu, con lo cual queda desfigurada la sublime pequeñez de la infancia espiritual, por una minimización de la santidad que se caracteriza únicamente por lo pequeño.

Por lo tanto, si no puede decirse que es desconocida, sin vacilar puede afirmarse que a pesar de lo extendido que esta su culto, no son pocas las personas que tienen de ella un conocimiento menos exacto.

En realidad, no es Santa Teresita la santita de los diminutivos empalagosos; su lluvia de rosas, no se limita a unos pétalos perfumados aunque descendidos milagrosamente; ni tampoco el bien que desde el cielo ha de hacer a la tierra se reduce a pequeños favores individuales aunque éstos sean muy apreciables y numerosos; es por el contrario la gran santa, cuya vocación universal y eterna, absorbe en sus múltiples manifestaciones, al par que lo grande y lo heroico, los pequeños actos de la vida ordinaria elevándolos al nivel de lo sobrenatural. No se empequeñece ni al descender a las cosas pequeñas, ni con su caminito de infancia espiritual, sino que estas mismas cosas pequeñas se hacen grandes por el valor que adquieren al influjo de su doctrina celestial, la cual no es más que un eco del Corazón Divino y la manifestación de su misericordia.

Sin embargo, para evitar estas desviaciones morbosas que ocultan la sublimidad mostrando sólo la pequeñez, no es preciso hacer conjeturas. Ella misma se nos muestra tal cual es al explicar sus vocaciones, que implican precisamente el conocimiento íntimo de la modalidad especial de su santidad. En el capítulo XI de su vida nos dice así:

«Ser vuestra esposa, ¡oh Jesús!, ser carmelita, ser por mi unión con Vos madre de las almas, debía bastarme. Pero yo siento en mí otras vocaciones: la de guerrero, la de sacerdote, la de apóstol, la de doctor, la de mártir… Querría llevar a cabo las obras más heroicas, me siento con el valor de un cruzado y querría morir en el campo de batalla en defensa de la Iglesia.

La vocación del sacerdote, ¡con qué amor, oh Jesús, os tendría en mis manos cuando mi voz os hiciera bajar desde el cielo!, ¡con qué amor os daría a las almas! Pero, ¡ay!, con todo el deseo de ser sacerdote, admiro y envidio la humildad de San Francisco de Asís, y siento la vocación de imitarle rechazando la sublime dignidad del sacerdocio. ¿Cómo realizar estos contrastes?

Querría iluminar las almas como los profetas y los doctores. Recorrer el mundo, anunciar vuestro nombre y plantar en tierra de infieles vuestra cruz gloriosa, ¡oh mi Bienamado! Pero una sola misión no me basta; querría anunciar el Evangelio en todas las partes del mundo, llegando hasta las islas más remotas. Querría ser misionero, no solamente algunos años, sino haberlo sido desde la creación del mundo y continuar siéndolo hasta la consumación de los siglos.

i Oh!, más que nada querría ser mártir. ¡El martirio!: he aquí el sueño de mi juventud; este sueño ha crecido conmigo en la pequeña celda del Carmen. Pero esto es otra locura, pues no deseo una sola clase de suplicio; para satisfacerme las necesito todas…

Querría morir desollada como San Bartolomé; como San Juan ser sumergida en aceite hirviendo; deseo como San Ignacio de Antioquía, ser triturada por los dientes de las fieras para convertirme en pan digno de Dios; con Santa Inés y Santa Cecilia querría ofrecer mi cuello a la espada del verdugo, y con Juana de Arco, ardiendo en una hoguera murmurar el nombre de Jesús.

Si dirijo el pensamiento a los tormentos inauditos que padecerán los cristianos en tiempos del Anticristo, siento que mi corazón se estremece, y querría que fueran reservados para mí todos estos tormentos. ¡Abrid, Jesús mío, vuestro Libro de la Vida donde se consignan las acciones de todos los santos; todas querría haberlas cumplido por Vos!»

La lectura de estos párrafos evidencia la aberración que se comete al considerar en ella sólo lo diminutivo y lo pequeño, porque demuestran, como remontándose con el vuelo majestuoso del águila, otea el infinito y descubre el magnífico panorama de todas las heroicidades y abnegaciones precisas para hacer triunfar la causa de Dios y se lanza valientemente a la liza indicando el camino a las multitudes innumerables que han de seguirla.

Tanto como la excelencia y sublimidad de estas vocaciones la caracteriza la certeza de que todas se cumplirán. Es de todo punto necesario que esta certeza estuviera sostenida por la fuerza sobrenatural de Dios, pues era tal, que no la hizo vacilar ni el presentimiento de su temprana muerte, ni el ver que siendo carmelita desde los quince años y cumpliendo con todo rigor y exactitud las reglas y encerramientos prescritos por nuestra Santa Teresa, se anulaba para la acción exterior que al parecer requería aquel cumplimiento.

Tampoco logró hacerla dudar el leer en las epístolas de San Pablo, que el cuerpo de la Iglesia se compone de diferentes miembros y que el ojo no puede ser la mano.

Entonces en vez de considerar temerarias estas aspiraciones de serlo todo, afirmase más la certeza de que lo será, y el contraste entre la quietud de su vida y los hechos que esto requiere, sólo hace que acuda a sus labios la misma discreta pregunta que la Virgen de Nazaret dirigió al ángel, cuando lo que le anunciaba tampoco podía verificarse por ninguna vía natural. ¿Cómo puede ser esto? Y como no tenía un ángel que con su contestación le resolviera la duda, buscó la respuesta atendiendo la voz de Dios por medio de las Sagradas Escrituras, y en las mismas epístolas de San Pablo encontró la solución. Veamos también cómo nos lo dice ella misma.

«El Apóstol explica cómo los dones más perfectos no son nada sin el amor y que la caridad es el camino más excelente para encontrar a Dios.

Considerando el cuerpo místico de la Santa Iglesia, no me había reconocido en ninguna de los miembros descritos por San Pablo, o mejor quería reconocerme en todas. La caridad me dio la clave de mi vocación. Comprendí que si la Iglesia tenía un cuerpo compuesto de diferentes miembros, el más necesario, el más noble de todos los órganos no había de faltarle, comprendí que sólo el amor movía los miembros y que si este amor se apagara, ni los apóstoles anunciarían el evangelio, ni los mártires derramarían su sangre. Comprendí que el amor encierra todas las vocaciones, que el amor lo es todo, que abraza todos los tiempos y todos los lugares porque es eterno».

Y «la paz fue su patrimonio, la paz plácida y serena del navegante que divisa el faro que le indica el puerto». Es decir, tuvo la seguridad de serlo todo y de cómo había de hacer para serlo.

Entonces sintió que el amor la consumía e hizo su solemne ofrenda como víctima del Amor Misericordioso, sumiéndola durante unos días en una especie de arrobamiento que la abstraía de todo cuanto la rodeaba. A partir de este momento, al influjo de los ímpetus de este amor, su alma fue adquiriendo la plena madurez mientras su cuerpo minado por la enfermedad caminaba con lenta rapidez hacia la muerte.

La voz de Dios le daba la íntima persuasión de que su ofrenda era aceptada y la guiaba «sin ruido de palabras y sin confusión de pareceres»; todos sus pensamientos y acciones convergían hacia el cumplimiento de su misión expresada en sus múltiples vocaciones y una seguridad siempre creciente le hacía decir: «En el cielo, Dios cumplirá todas mis voluntades porque jamás he cumplido mi voluntad en la tierra».

En cierta ocasión, no reparando en que su espíritu de sacrificio era lo único que físicamente la sostenía en pie, pues la fiebre la abrasaba, una de las hermanas le pidió su ayuda para un pesado trabajo de pintura. La Santa no pudo reprimir un ligero movimiento que denotaba cuanto le dolía esta incomprensión, y a continuación transcribimos una carta en la que ella comenta el hecho con su hermana y superiora, la Madre Inés de Jesús, que había sido testigo del mismo, y que además de demostrarnos que poseía la humildad que conoce los secretos que Dios vela cuidadosamente a los soberbios, este Dios que jamás se deja vencer en generosidad, no sólo le aseguraba que se cumplirían todos sus deseos, sino que cada vez le daba más prendas de esta seguridad.

«Madre bien amada: De pronto vuestra hija ha derramado dulces lágrimas; lágrimas de arrepentimiento y más aún de confianza y de amor. Hoy os he mostrado mi virtud, los tesoros de mi paciencia. ¡Yo que tan bien enseño a las demás! Estoy contenta de que hayáis visto mi imperfección. No me habéis reñido… pero lo merecía; de todos modos vuestra dulzura me ha dicho mucho más que las palabras severas; sois para mí la imagen de la divina misericordia.

Sí, mi hermana S…, por el contrario, es ordinariamente la imagen de la severidad del buen Dios. Pues bien, acabo de encontrarla. En lugar de pasar fríamente junto a mí, me ha abrazado y me ha dicho: «¡Pobre hermanita, me habéis dado lástima, dejad el trabajo que os he pedido, he hecho mal!»

Mas yo sentía en mi corazón la contrición perfecta, me he sorprendido al no recibir ningún reproche. Estoy convencida de que en el fondo me encuentra imperfecta; me ha hablada así porque cree que mi muerte está próxima. Mas no importa, no he oído más que las palabras dulces y tiernas que salían de su boca; entonces la he encontrado muy buena, y yo me encuentro muy mala!

Al entrar en mi celda me preguntaba qué es loque Jesús pensaba de mí. De pronto he recordado lo que dijo un día a la mujer adúltera: «¿nadie te ha condenado?», y yo con los ojos llenos de lágrimas le he respondido: «Nadie, Señor…, ni mi madrecita imagen de vuestra ternura, ni mi hermana S… imagen de vuestra justicia; y yo siento que puedo irme en paz, pues Vos tampoco me condenaréis».

¡Oh! Madre amadísima, oslo aseguro, estoy más contenta de haber sido imperfecta que si, sostenida por la gracia hubiera sido un modelo de paciencia. Esto me ha hecho tanto bien porque he visto como Jesús es siempre tan dulce, tan tierno para mí, por ello hay que morir de reconocimiento y de amor.

Madrecita, comprenderéis que esta tarde, el vaso de la misericordia divina se ha derramado para vuestra hija.

¡Oh! desde este momento, lo reconozco, sí, todas mis esperanzas serán cumplidas… sí, el Señor hará por mí maravillas que sobrepujarán infinitamente a mis inmensos deseos».

Por lo tanto desde este día ya sabe que no solamente se cumplirán todos sus deseos, sino que «Dios hará maravillas por ella que los sobrepujarán».

Y como si un raudal de luz divina proyectándose sobre el futuro, señalase vagamente los acontecimientos pero sin definirlos ni perfilarlos, ante sus ojos, próximos a cerrarse para las cosas de este mundo, van concretándose algunos conceptos; ya son los santos del cielo que la animan y le dicen: «Mientras eres prisionera no puedes cumplir tu misión; más tarde, después de tu muerte, este será el tiempo de tus conquistas». Ya ella misma asegura que no tendrá descanso hasta que el ángel diga «no hay tiempo», porque entonces el número de los elegidos estará completo; ya escribe a sus hermanos misioneros que «En el cielo no estará inactiva; trabajad por la Iglesia y por las almas y deseará lo mismo que ha deseado en la tierra amar a Dios y hacerle amar», O ya, al preguntarle sus novicias si las mirará desde el cielo, les contesta resuelta sin hacer ninguna reserva: «¡No, bajaré!».

Esta confianza culmina en la hora de la muerte, cuando ya siente próxima la voz del Esposo que le dice «Ven amada mía, paloma mía, ya el arrullo de la tórtola se ha oído, ya ha pasado el invierno…» exclama «no muero, entro en la vida» y «siento que mi misión va a empezar».

No es posible al hombre penetrar los arcanos de la Providencia, los designios de Dios como sus juicios son inescrutables, mas confiemos que en esta vida de Santa Teresita y en esta misión que empezaba al morir, se realizarán las maravillas de sus «Vocaciones» de un modo que sobrepujarán a sus inmensos deseos. Pero no podemos hacer otra cosa que creer y preguntarnos ¿cómo podrá ser esto?, ¿cuándo será?

María Asunción López

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