La actualidad a la que aspiramos

//static.flickr.com/8242/8663106961_a1076c46fb_mEn las columnas de El Correo Catalán, benemérito y veterano paladín de la buena causa católica y tradicionalista, se publicó el 10 de septiembre del corriente año, un artículo titulado «La revista Cristiandad». Firmábalo el joven e inteligente director del periódico Claudio Colomer Marqués. Cristiandad se ha abstenido hasta ahora de reproducir en sus columnas los no pocos juicios laudatorios que acerca de ella han ido apareciendo en la prensa nacional y extranjera. Pero no hay regla sin excepción, y esta excepción habrá de recaer, por haberlo rogado nosotros a la dirección de la Revista, sobre el artículo del señor Colomer; de manera que nuestros lectores podrán leerlo en las columnas de este número.

Esta excepción verá el lector, así lo confiamos, que nada tiene de arbitraria o de caprichosa. Además, ningún menosprecio significa o implica con respecto a los otros juicios laudatorios que de veras agradecemos y que deseamos fervorosamente convertirlos de benévolos en merecidos.

Si reproducimos el artículo de «El Correo Catalán» es para confesar una deficiencia de Cristiandad; es porque Cristiandad, al pretender en varias ocasiones dar razón de sí misma y de sus procedimientos, en un punto no poco importante, tal vez no ha sabido explicarse con bastante precisión y lucidez; tal vez ha gastado sobra de palabras para expresar un pensamiento, que el señor Colomer capta y transmite al lector en una frase breve, pero certera y pregnante. En algo, con todo, hemos de disentir del señor Colomer, es a saber: en que él da por supuesto que Cristiandad realiza ya lo significado en su feliz expresión, mientras nosotros tenemos conciencia de que en ella, sí, se expresa nuestra aspiración, nuestro ideal, pero por lo que toca a su realización distamos no poco de alcanzarlo.

De actualidad, sí; de actualidades, no

La frase en la cual el periodista, como profesional que es, intenta cifrar la índole característica de Cristiandad, y en la cual, cosa innegable, a través de una realidad imperfecta, sorprende un auténtico pensamiento, es la citada en el epígrafe.

Pregúntase el señor Colomer: «¿Se trata de una revista de actualidad? Entendámonos: de actualidad, sí; de actualidades, no». ¡Actualidad! ¡Actualidades! Si es así, quien vaya a caza de actualidades puede pasar de largo, no se pare a leer Cristiandad; mas quien sienta el deseo de conocer la actualidad, en este deseo comparte el de Cristiandad; este deseo alienta en Cristiandad, y en sus páginas hallará, si no el rico venero de la actualidad, por lo menos amigos y compañeros, que con él trabajarán para satisfacer el deseo.

Corrijámonos. Este rico venero de la actualidad lo podrá hallar el lector benévolo y paciente, en Cristiandad, si no en los escritos propios de la Redacción, en el selecto documental que en todos los números suele insertarse, y que se debe considerar como su núcleo distintivo y substancial. Allí el lector hallará la actualidad, la verdadera y definitiva actualidad según que la señala y declara el Magisterio auténtico de la Iglesia de Jesucristo, y según la entienden y comentan los doctores y escritores cristianos de valor reconocido.

Actualidades, no

Cristiandad no quiere ser, en efecto, una revista de actualidades; no que por sistema tenga en menos las publicaciones que honesta y prudentemente informan al público de los acontecimientos del día; empero jamás fue éste el ideal que la llevó a la existencia.

Nunca jamás fue su propósito el satisfacer en el lector el prurito de enterarse de cuanto ocurra. El hombre moderno siente de esto una manera de necesidad; y ésta se satisface con el conocimiento de lo exterior de los sucesos, con lo «cortical» de los sucesos, como dice, el señor Colomer, ora tenga esta necesidad su origen en el mero instinto de curiosidad innata en el hombre, ora esté acuciada por simpatías o antipatías, por filias y por fobias, por intereses más o menos limitados. Esta necesidad no crea la tendencia a la unidad, conténtase con lo múltiple, conténtase con la noticia del suceso, poco se preocupa por las causas, por las relaciones, por los resultados del suceso, si para conocerlo es necesario pensar.

Actualidad,

Como explicación de su frase el señor Colomer propone ejemplos. «… [Cristiandad] no es una revista cortical que le preocupe el último discurso del estadista éste o la última reunión del comité aquél. Precisemos nuevamente; el discurso y la reunión no le preocupan y le preocupan al mismo tiempo. No le preocupan en sí como hechos fugaces y limitados, pero le preocupan en cuanto síntomas o expresiones de la permanente realidad histórica y doctrinal que la revista va sorprendiendo a lo largo de sus números».

Acierta el perspicaz articulista. Cristiandad presume de amar la seriedad, y, no obstante lo limitado de sus fuerzas y de sus recursos, no sabe contentarse con lo cortical, y trabaja porfiadamente por llegar a penetrar hasta el fondo de las actualidades. Ellas aparecen a simple vista inconexas, en un mero sincronismo o en una sucesión casual o carente de sentido, y al pretender explicarlas o motivarlas, en la mayoría de los casos la miopía presuntuosa de un vidente, en amistosa alianza con la frivolidad petulante, se jacta de su perspicacia, cuando en realidad no ha penetrado más allá de lo cortical; y una muchedumbre de alumnos matriculados en la escuela del filosofante sentirán al ritmo de su batuta, optimismo o pesimismo; preverán catástrofes tremebundas o soluciones de inesperado favor; soluciones que se admiten con facilidad y simpatía tanto mayor cuanto que, si no prometen estabilidad de paz y bienestar, por lo menos ofrecen ciertas perspectivas en que sea dado vivir y aún disfrutar de la vida.

Cristiandad para alcanzar a penetrar en el fondo de las actualidades procura en cuanto puede -distando mucho de alcanzarlo siempre- aquilatar el valor sincero de personas, de cosas, de sucesos; las promesas y amenazas que en sí entrañan o que por sus relaciones aportan; el derrotero que siguen al actuarse; el término más o menos previsible hacia el cual se les ve avanzar; etc., etc.

En su trabajo incesante, que si es penoso es fructuoso, Cristiandad se pone en guardia contra las intuiciones instantáneas; contra las visiones de campo limitado, que sólo atiendan a aspectos parciales del acontecer histórico o actual, así como de los factores y elementos que lo engendran o condicionan. Sólo con estas cautelas y con otras parecidas se podrá llegar a vislumbrar o a rastrear lo que se denomina el sentido de la historia; la razón formal, eficiente y final de las vicisitudes vitales del género humano, complicadas y multiplicadas, podemos decir, hasta lo infinito. Y lo que decimos del pasado histórico, no menos debe aplicarse a las actualidades fugitivas de lo presente.

Un ejemplo de la labor de Cristiandad, nos lo señala y sugiere el propio señor Colomer, cuando en su artículo recuerda que «unos cuantos hombres -jóvenes eran entonces, muy jóvenes, amigo señor Colomer, puesto que aún ahora distan de ser viejos- unos cuantos hombres hace varios lustros se impusieron la tarea de entrenarse para ver con claridad los nudos de la confusión político-social que agobia al mundo con la Revolución francesa».

Bien informado está el señor Colomer; en realidad, de aquel grupo de jóvenes, casi niños entonces, han salido la mayor parte de los que hoy forman el modesto núcleo de la redacción de Cristiandad.

¿A dónde iban aquellos ensayos y tentativas?, ¿qué podían prometerse? Lo que podían esperar de sus afanes era por de pronto el alcanzar a formarse concepto propio y definitivo de lo que en realidad de verdad fue la Revolución francesa, de su mentalidad auténtica, de su espíritu genuino. Y era tiempo bien empleado. Porque quien no conoce tal como fue aquella Revolución, jamás poseerá los datos esenciales para darse cuenta exacta de la época en que nos ha tocado vivir. Están saturados nuestros tiempos de la influencia de la Revolución; su mentalidad y su espíritu se imbuyen clandestinamente aun en los medios que le profesan mayor animadversión. La Revolución ha conseguido prolongarse en los tiempos que la siguieron y el ciclo de estos tiempos todavía no se ha cerrado.

Mas he aquí que la mentalidad, el espíritu de la Revolución dista no poco de la simplicidad, es algo no poco complejo; por donde han podido surgir discusiones interminables, no ya solamente sobre su bondad o maldad, sino aun sobre su esencia misma. ¿Qué fue la Revolución francesa? ¿Cuál fue su verdadero objeto? ¿Qué mudanza es la que intentó?, ¿qué es lo que quiso destruir, qué es lo que quiso implantar?

Dejando a un lado a revolucionarios y liberales declarados, hijos reconocidos de la Revolución, que en ella no ven sino bienes -ya que a su parecer los males que en ella hubo comparados con los bienes son como si no fueran- entre los que se profesan católicos no ha habido ni hay uniformidad al enjuiciar la Revolución. Entre ellos la inmensa mayoría no tan sólo la condena en sí misma y en su objeto, mas también la detesta; una minoría -quizá más o menos infiltrada de liberalismo católico- la excusa y aun la absuelve en sí misma y en su objeto propio y directo, aunque abominando de los crímenes e impiedades de los revolucionarios. Para los primeros, la Revolución es en su espíritu y en su mentalidad, impía y antisocial y por ende inexcusable e incapaz de purificación; para los segundos, la Revolución en sí misma no fue sino una conmoción social cuyo objeto fue el derribo de instituciones arcaicas, inservibles y nocivas; los crímenes y las impiedades no fueron efectos de la Revolución en sí misma, sino abusos lamentables, de la misma índole de los acostumbrados en las conmociones populares, aunque de gravedad mayor que la ordinaria.

Para los primeros la Revolución es mala, impía y antisocial en sí misma, en su espíritu y en su mentalidad, reconociendo con todo que ocasional y secundariamente ha podido hacer algún bien, sobre todo quitando graves abusos y tal vez haciendo desaparecer instituciones y procedimientos inadecuados a los tiempos nuevos, que por lo menos reclamaban urgentemente reforma.

No es éste el lugar de reconstruir el examen de los considerandos que preparan a la inteligencia para poder dar dictamen de este problema; lo cual no significa que no tengamos acerca de él juicio formado; cualquier lector medianamente asiduo de Cristiandad lo habrá echado de ver y aun en este mismo artículo habremos de hablar como partidarios decididos de la opinión adversa que a nuestro parecer es la única conforme a los datos que suministra la historia y la única que concuerda con la manera de hablar de la Iglesia.

Mas, prescindiendo en este momento de nuestra manera de pensar, todos cuantos hayan querido y podido dedicar un poco de atención serena, pero seria y ahincada, al examen de la época que se extiende desde el principio del siglo XIX hasta nuestros días; al lapso de tiempo que se conoce con el nombre de mundo actual o contemporáneo, no podrán menos de confesar de consuno que la vida del género humano en este período está casi en su totalidad influida por la Revolución francesa, por su espíritu, por sus ideas. Decimos que todos: así los que en mayor o menor grado la aprueban, la admiran y la aman, por tener abiertas las entradas a su influencia; como los que la condenan, porque aun prescindiendo de las infiltraciones inconscientes de las cuales es casi imposible librarse, para luchar contra ella y sus herederos, se han visto obligados a reformar sus armas, así defensivas, como ofensivas, para adaptarlas a las circunstancias de esta nueva guerra.

Mas ya es hora de sacar las consecuencias de esta digresión. Todo lo dicho patentiza que los jóvenes aludidos, como todos los que se han dedicado al estudio de los tiempos actuales, han de haber sacado el convencimiento de que la Revolución francesa no ha llegado a su término; que perdura en sus efectos, en su influjo poco menos que universal, que es por tanto una verdadera actualidad, una actualidad que actualiza y unifica actualidades del tiempo contemporáneo, por entrañar en sí la explicación y la motivación de su casi totalidad.

La actualidad y nuestros lectores

Más de una vez ha llegado hasta nosotros un benévolo consejo: que actualicemos a Cristiandad; que le demos actualidad. En cambio, el señor Colomer dice de ella que es revista de actualidad, pero no de actualidades, y hemos visto cuán bien y atinadamente acierta a distinguir ambos conceptos. Con riesgo de aburrir al paciente lector hemos trabajado en este artículo en la distinción de uno y otro concepto, hasta hacerlos asunto de una manera de disquisición filosófica.

Y si un amigo lector lleno de buena intención y dotado de sentido práctico, pensara y con franqueza nos dijera que lo conveniente es hacer interesante a la Revista con actualidad o con actualidades, que lo conducente es hacerse leer hasta conseguir aquella amplitud de difusión que baste para hacer que la vida de Cristiandad sea robusta, segura y provechosa al mayor número posible de lectores, le responderíamos: su observación, lector amable, merece atención y gratitud. Nosotros no podemos dejar de desear y de procurar por los medios legítimos y sensatos la mayor difusión de la Revista. De la que ha alcanzado hasta el presente no podemos estar quejosos, ya que supera la que en sus previsiones nos pronosticaban nuestros amigos. Pero a la verdad, lector amigo, si para ganar suscripciones, hubiera de convertirse de revista de actualidad en revista de actualidades, nos condenaríamos a nosotros mismos como a traidores a nuestro ideal.

Buscar la actualidad en las actualidades múltiples e inconexas, es no contentarse con las noticias y con las explicaciones que de ellas se den, en una palabra, con lo cortical, sino procurar llegar al fondo para descubrir su razón de ser y consiguientemente su unidad, que es donde halla descanso la inteligencia. Nosotros tenemos de nuestros lectores tal aprecio que no tan sólo los juzgamos capaces de este proceso de adentramiento que partiendo de las actualidades alcance la actualidad, sino que además no podemos menos de pensar que son tales que sepan disfrutar de la fruición intelectual, que es premio del trabajo que el tal proceso importa.

El ejemplo de la Revolución francesa como actualidad de las actualidades contemporáneas, puede aplicarse a otros muchos casos con toda razón y verdad. Y la persona que educa su inteligencia en labores de tanto provecho intelectual, alcanzará como fruto la verdad humana, que es la de más valor después de la divina, llegará a apasionarse por los nobilísimos goces intelectuales y además implantará y hará arraigar en su espíritu los hábitos de valor inapreciable de la seriedad en el pensar y del acierto en el juzgar modesto y seguro. Bien premiada se sentiría Cristiandad, si con sus desvelos y sacrificios alcanzara que, a la par de sus redactores, sus lectores progresaran en esta afición educativa, en el culto austero de la verdad, de que nos habla el insigne Donoso Cortés.

Confiamos en que Cristiandad jamás se desviará de su ideal de seriedad. Su deber y su honor lo exigen. Mas eso no quiere decir que no deba al propio tiempo poner empeño en hacerse agradable a sus lectores. La seriedad no es rigidez. La perfección a que aspiramos consistirá en la junta, en la fusión de lo serio del fondo con lo agradable y atractivo de la forma y de la expresión. ¿La alcanzaremos? Dios lo quiera. Nuestra obligación es procurarla con la bendición de Dios y el auxilio de nuestros amigos.

La realeza de Cristo, suprema actualidad

Cuando Cristiandad ha llegado al número 62 de su publicación puede parecer tiempo y trabajo perdido el que gastemos en precaver a nuestros lectores contra una comprensión deficiente de lo que hemos ido diciendo en el presente artículo. Mal interpretaría nuestro pensamiento aquel que se forjara la imaginación de que Cristiandad quiere ser una revista, diríamos, de filosofía de la historia. Ciertamente, el ejemplo de estudio sobre la Revolución francesa, su índole y su actualidad que hemos aducido, si en él nos detuviéramos ofrecería fundamento a esta clasificación.

Mas él no significa, sino que Cristiandad admite en sus columnas los estudios de la filosofía de la historia, que la aprecia en su verdadero valor, y que la reconoce como una preparación y un camino para un más allá.

Actualidad, sí; pero la actualidad cuyo conocimiento aprecia en grado sumo, que desde el primer número declaró querer confesar y propagar como ideal, es la suprema actualidad de la Realeza de Cristo. En dos artículos de Cristiandad, hemos demostrado y declarado esta suprema actualidad, sin más mérito que el de ir poco menos que transcribiendo las palabras de los romanos pontífices.

La actualidad de la Realeza de Cristo en la época actual no es tal como la de la Revolución francesa, tal como la hemos visto dominando la vida toda del género humano. La característica de los tiempos actuales es la rebelión contra la Realeza de Cristo, el intento porfiado de las naciones de emanciparse de Cristo Rey. La libertad proclamada y propagada por la Revolución francesa es la negación más o menos hipócrita de la fe de Cristo, porque encadena la razón; de la obediencia a la Iglesia de Cristo, porque es contraria a la dignidad del hombre e impide su desarrollo perfectivo. Con Jesucristo en abstracto tal vez se transigiría, pero con Jesucristo, que confió al Papa el mandato exclusivo de representarle en su autoridad divina ante el género humano, con la afirmación de que la Iglesia católica es la única Iglesia de Jesucristo, no hay transacción posible. Que abdique el Papa su autoridad exclusiva, es decir, que deje de ser Papa y el mundo nacido de la Revolución francesa le reconocerá como jefe de una de las religiones legítimas, más aún, como elprimus inter pares. Que Jesucristo destruya su obra, que renuncie a su soberanía, o la delegue en la humanidad, que otorgue una Constitución democrática, que la asamblea de la humanidad tenga potestad para modificar y abrogar leyes divinas y naturales a su talante, y el problema religioso planteado por la Revolución quedará resuelto automáticamente.

Este es, lector querido, el espíritu, la mentalidad que la Revolución francesa ha inoculado en las venas de la humanidad. Este es el laicismo, que en expresión de Pío XI es una peste, una infección que va invadiendo el cuerpo social.

Entonces, ¿en qué consistirá la actualidad suprema de la soberanía de Jesucristo? Consiste precisamente en que la soberanía de Cristo, su acatamiento por los pueblos y naciones, por el género humano, es el único remedio del mundo actual, el antídoto contra el veneno de rebelión inoculado por la Revolución. Sujétese el mundo a este divino régimen y recobrará la salud, y alcanzará la verdadera paz. Pax Christi in Regno Christi.

Mas la soberanía de Cristo, no tan sólo es actualidad de remedio, es además actualidad de esperanza. Lector amigo, si quieres convencerte de ello, lee y medita los artículos arriba citados, es decir, las palabras de los vicarios de Cristo, de las cuales no quisieran ser sino un eco, un altavoz, las páginas de Cristiandad.

P. Ramón Orlandis, S.I.

Una profecía social: “Reinaré a pesar de mis enemigos”

//static.flickr.com/8248/8664216760_5c99875880_mAl exponer, en el primer número de nuestra revista, el ideal de la Cristiandad, escribía Pedro Basil Sanmartí, que la suprema promesa en que se basa nuestra esperanza se encierra en la frase: «Reinaré, a pesar de mis enemigos»; y añadía: «He ahí el Ideal de la Cristiandad, que es mucho más que un hecho histórico: es un Ideal histórico».

Aprovechemos la oportunidad de este mes de junio para comentar dicha promesa, sin salir, no obstante, del único terreno en que me es dado considerarla, esto es, haciéndome eco de las voces autorizadas de la Iglesia y añadiendo los comentarios que ellas han hecho brotar en nuestras tertulias.

La devoción al Sagrado Corazón se caracteriza por una serie de promesas vinculadas a la misma y que nos fueron transmitidas por Santa Margarita María, junto con las Revelaciones. Este aspecto nos la hace en particular atrayente en nuestros días de anemia espiritual, y nos muestra la magnanimidad de la divina misericordia, así como su admirable adecuación a las necesidades de cada época.

Pero si las promesas nos alientan en el aspecto individual de tal devoción, ¿qué será en el aspecto social de la misma?

Cristiandad viene insistiendo, precisamente, en este aspecto social, por varias razones: por ser el menos divulgado y, por tanto, apreciado, de los eficaces recursos que la Revelación del Sagrado Corazón nos proporciona; por la trascendencia que, una vez aceptado, ha de tener en nuestros tiempos de cataclismo social, y por ser el más adecuado al fin de nuestra Revista.

Sea dicho, de una vez para siempre, que, al referirnos a estas Revelaciones, las tomamos con el carácter que tienen en la Iglesia: como Revelaciones privadas, cuya autenticidad la Iglesia no define, pero incorporadas al sentir unánime de la misma con una fuerza tal, que debería tenerse, no ciertamente por hereje, pero sí, al menos, por persona muy temeraria, a quien las pusiera en duda.

La Revelación del Sagrado Corazón a Santa Margarita

Al glosar la primera carta Encíclica de S.S. Pío XII, hicimos patente la autoridad que nuestro Pontífice daba al aspecto social de que tratamos, cuando escribía:

«Aquella consagración universal a Cristo Rey se manifiesta cada vez más a Nuestro Espíritu…, al mismo tiempo, en la previsora sabiduría que mira a curar y ennoblecer toda humana sociedad y promover el verdadero bien».

También en aquel lugar relacionábamos esta frase con la que escribió S.S. León XIII en la Carta «Annum Sacrum»:

«Consagrándonos a Él (al Sagrado Corazón de Jesús), reconocemos y recibimos, sinceros y gustosos, su imperio…»

Esta íntima relación entre la Realeza de Cristo y nuestra Consagración a su Sagrado Corazón, es considerada y reconocida constante y unánimemente por nuestros Pontífices, y Dios mediante, tendremos ocasión de verlo con más detalle al estudiar las gloriosas figuras de León XIII, Pío X y Pío XI. Veremos, entonces, además cómo refieren esta unidad entre la idea del reinado de Jesucristo (aspecto social de que hablábamos) y las consagraciones al Corazón de Jesús, a las Revelaciones de Paray-le-Monial.

No desplacerá, seguramente, al lector que comprobemos esta relación. Para ello véase cómo refiere Santa Margarita la segunda de las grandes Revelaciones que tuvo, hecho que debió ocurrir en un primer viernes de mes del año 1674. El estilo que emplea es difícil y lleno de incisos, como corresponde a la majestad del tema. Nos limitaremos, no obstante, a transcribir una traducción lo más literal posible, para no desfigurar el sentido:

«Este divino Corazón me fue presentado en un trono de llamas, más reluciente que un solo y transparente como el cristal; con esta llaga adorable, y rodeado de una corona de espinas que significaban las heridas que le producen nuestros pecados, y una cruz encima para representar que desde los primeros instantes de su Encarnación, es decir, desde que fue formado este Sagrado Corazón, la Cruz que en Él plantada, y fue lleno desde los primeros instantes de todas las amarguras que debían causarle las humillaciones, pobreza, dolor y menosprecio que su Humanidad Sagrada debía sufrir durante todo el curso de su vida y en su Santa Pasión. Y me hizo comprender que el ardiente deseo que sentía de ser amado de los hombres y de apartarles del camino de perdición donde Satanás les lleva como rebaño, le había hecho formar este designio de manifestar su Corazón a los hombres con todos los tesoros de amor, de misericordia, de gracias, de santificación y de salud que contenía, con el fin de que a cuantos quisieran rendirle y procurarle todo el amor, honor y gloria que esté en su mano, les enriqueciese con abundancia y profusión de estos divinos tesoros del Corazón de Dios, de los que era la fuente…»

Y, más adelante:

«(Me hizo comprender) que esta devoción era como un último esfuerzo de su amor, que quería favorecer a los hombres en estos últimos siglos con una tal redención amorosa, para apartarles del imperio de Satanás, al que pretendía arruinar para ponernos bajo la dulce libertad del imperio de su amor, el que quería restablecer en el corazón de cuantos quisieran abrazar esta devoción».

Por si nos quedara alguna duda sobre las intenciones del Sagrado Corazón en esta su manifestación, en una carta de Santa Margarita, escrita en 1690, hallamos las siguientes aclaraciones:

«Reinará por fin el divino Corazón, a pesar de los que a ello querrán oponerse. Satanás quedará confuso con todos sus partidarios. ¡Dichosos aquellos de quienes será servido para establecer su imperio! Paréceme que Él es semejante a un rey que no piensa en dar sus recompensas mientras va haciendo sus conquistas y triunfando de sus enemigos, pero sí cuando reine victorioso en su trono.

El adorable Corazón de Jesús quiere establecer su reinado de amor en todos los corazones y destruir y arruinar el de Satanás».

En este último párrafo podemos ver resumida la gran promesa social. En efecto, destruir y arruinar el imperio de Satanás no puede significar, solamente, el triunfo de la Gracia en el corazón de los individuos como tales, cosa que siempre ha ocurrido en la Iglesia. Su significación debe buscarse en el triunfo que ha de traer necesariamente consigo la aceptación, por los individuos, de esta soberanía y que debe llegar hasta la total reducción de esta peculiar rebeldía moderna de la sociedad, cuyo fondo es la impiedad y que, bajo la denominación genérica de Revolución, presenta la particularidad, desconocida hasta los tiempos modernos, de la apostasía social. Queda, pues, justificada la necesidad que tiene la Iglesia de una protección especial, en estos «últimos tiempos», contra la revolución satánica extendida a todo el mundo, y queda también patente la táctica del Sagrado Corazón al preparar a su Iglesia no tan sólo para una defensiva en repliegue -máxima esperanza del liberalismo infiltrado entre los cristianos-, sino, audazmente, para una ofensiva que destruya el imperio de Satanás y establezca en su lugar la dulce libertad de otro imperio: el del divino amor. Y esto, sin otra limitación que la prudente y confinada observación que añade Santa Margarita:

«Es ésta una devoción que no quiere ser forzada ni violentada. Basta darla a conocer y después dejar al divino Corazón el cuidado de penetrar los corazones que Él mismo ha destinado para Sí con la unción de su gracia. ¡Felices los que serán de este número!»

Esta esperanza en el reinado del Corazón de Jesús, que llena los escritos de Santa Margarita, no es sólo un deseo de la Santa, fundado en una promesa condicionada del Salvador que quiera reinar, supuesta tal o cual condición, en cuyo caso, nuestra falta de confianza, de debilidad o pesimismo podrían sugerirnos la idea de si nunca tales condiciones previas llegarán a realizarse en la afligida Humanidad. No; la esperanza de Santa Margarita es absoluta. En 1689 escribe a su director espiritual, el Padre Croisset:

«Yo creo que se cumplirán aquellas palabras que hacía oír de continuo al oído del corazón de su indigna esclava, entre las dificultades y oposiciones que fueron grandes en los principios de esta devoción: “¡Reinaré, a pesar de mis enemigos y de todos aquellos que se opondrán a ello!”».

En otra ocasión, escribiendo también al Padre Croisset, insiste:

«Él me fortificaba con estas palabras, que oía yo en lo más íntimo de mi corazón con un regocijo inconcebible: “¡Reinaré, a pesar de mis enemigos y de todos los que a ello querrán oponerse!”».

La promesa adquiere, pues, el carácter de profecía, y eco de esta profecía son las palabras de consuelo con que, en repetidas ocasiones, los Romanos Pontífices de nuestros tiempos alimentan al mundo, abocado a terribles calamidades y sumergido en tinieblas de pesimismo. Tales las de S.S. León XIII, en la encíclica «Annum Sacrum»:

«Entonces, por fin, podrán sanarse tantas heridas; entonces, todo derecho recobrará su vigor antiguo en provecho de la autoridad, y se restituirán los bienes y el ornato de la paz, caerán las espadas, y las armas se escurrirán de las manos cuando todos acepten de buen grado la Soberanía de Cristo y a Él obedezcan, y toda lengua confiese que Nuestro Señor Jesucristo está en la Gloria de Dios Padre».

El Imperio de Dios y de Satanás

Posteriormente a Santa Margarita, la Revolución francesa, episodio el más culminante, hasta aquella fecha, en esta rebeldía social, vino a proyectar una nueva, aunque trágica luz, en esta lucha entre los dos Imperios de que nos hablaba Santa Margarita: el imperio de Dios y el de Satanás.

En el siglo pasado, Ramière, cuyas iniciativas y actuación tan decisivas fueron en este resurgimiento y propagación de la devoción al Divino Corazón, y cuya figura presentamos a nuestros lectores en el número anterior de Cristiandad, concreta admirable la cuestión, al escribir:

«En una palabra: la Revolución es la repudiación completa de Jesucristo, la completa separación entre la humanidad y su divino Jefe, la rebelión declarada del mundo contra el Cielo. La devoción al Corazón de Jesús es la unión perfecta de los hombres con el Dios-Hombre, el vínculo más estrecho que puedo ligar el mundo al Cielo, los miembros a su Jefe, las almas y las sociedades a su único Salvador. Ella es, en consecuencia, bajo todas sus formas, el supremo antídoto contra la peste revolucionaria, el remedio más eficaz para los males de las sociedades modernas, la salud del mundo y la promesa del triunfo de la Iglesia».

Con su acostumbrada actividad, uniendo la acción a la idea, emprendió Ramière la magna obra de la difusión, no sólo de las consagraciones individuales al Sagrado Corazón, como venía practicándose, sino también de las consagraciones familiares y sociales, y las de las ciudades y naciones; y, por último, a través de la organización del Apostolado de la Oración, ya extendida a todo el mundo, y de la que era Director, impetra del Soberano Pontífice, Pío IX, la consagración universal. No accede éste, de momento, mas al crecer en la iglesia tal deseo, y después de larga reflexión, en junio de 1875 -segundo centenario de la revelación principal de Paray- invitará a los Obispos de todo el mundo a que consagren sus respectivas diócesis al divino Corazón. Pues bien: una idea de cómo el Papa apoyó el sentir del P. Ramière en esta cuestión, nos la dará el saber que encomendó al mismo el cuidado de escribir a todos los Obispos del orbe para comunicarles tal decisión, y que la fórmula elegida para esta consagración fue redactada también por Ramière.

Desde entonces, como hemos dicho al principio, la Consagración al Sagrado Corazón y el Reinado Social de Jesucristo son dos ideas que todos los Pontífices que se han sucedido en el gobierno de la Iglesia han presentado como íntimamente asociadas, y será interesante hacer un día un estudio comparado de las fórmulas de consagración que han utilizado en sus Encíclicas, para ver los puntos de contacto con la primera consagración colectiva de la Iglesia, de la que hemos dicho fue instrumento el P. Ramière y que deriva, como de su fuente natural, de las revelaciones de Paray.

José María Minoves Fusté

Mis recuerdos del Padre Orlandis: acerca de su esíritu de cruzada

padre orlandis«Buscad en todo la unidad» decía insistentemente el Padre Orlandis. Por inspiración suya la revista Cristiandad tituló una de sus secciones habituales con el lema Plura ut unum.

Me parece que puede ayudar a comprender el dinamismo unitario de sus actitudes de afirmación práctica de la «integridad» de la doctrina social católica y de la certeza de la esperanza de «la culminación del Reino de Cristo en la tierra» la atención a su sentido de cruzada.

Mi convicción de la unidad vital entre su adhesión ferviente e incondicional al sistema de doctrina religioso-político-social «programa del Reino de Cristo», contenido en el Magisterio pontificio, y su «convicción cierta» del cumplimiento del designio divino de instauración de todas las cosas en Cristo, se apoya ciertamente en mi experiencia personal de catorce años.

Pero la podré comunicar más eficazmente invitando a la lectura de lo que dejó escrito sobre «El sentido de cruzada en Íñigo de Loyola». En aquellos artículos, que escribió para Cristiandad en relación con la Cruzada internacional de Oración y Penitencia que promovió en 1950 la Dirección General del Apostolado de la Oración, encontramos la clave de la perspectiva que el propio Padre Orlandis inspiró a nuestra revista el tema de las Cruzadas.

En aquel año 1950 artículos de Pablo López Castellote sobre «El primer emperador cruzado» o de Domingo Santmartí Font sobre la «Pervivencia en España del espíritu de cruzada» ponen de manifiesto una convicción que ahora parece a muchos problemática.

La convicción del Padre Orlandis sobre la licitud y la santidad de las guerras de cruzada ha sido sin duda la de la Iglesia. Esta ha recordado en su liturgia muchas victorias liberadoras: fiestas como la de la Nuestra Señora del Rosario, el 7 de octubre, la del Nombre de María, en 12 de septiembre, o la de la exaltación de la Santa Cruz, el 14 de septiembre, conmemoraban las victorias de Lepanto, en 1571, de Viena, en 1683, o la liberación de Jerusalén del dominio persa en el año 629.

Ha declarado Doctores a santos, como San Bernardo de Claraval o San Lorenzo de Brindisi, que exhortaron a los cristianos a luchas militares de reconquista de la Tierra Santa o de defensa del mundo cristiano ante la agregación del Imperio turco.

Los artículos aludidos del Padre Orlandis, en un marco de encuadre histórico de la biografía de la juventud de Íñigo de Loyola, tienen el carácter explícito de una continuación, profundizadora en la perspectiva de las actitudes personales del santo, de sus estudios sobre los Ejercicios. El Padre Orlandis se propone a través de ellos penetrar en la intención de San Ignacio de Loyola en una de las meditaciones centrales de sus Ejercicios: aquella por la que «el llamamiento del Rey temporal ayuda a contemplar la vida del Rey eternal».

Ciertamente el núcleo y objetivo final de aquella «meditación del Reino» es considerar «a Cristo Nuestro Señor Rey eterno, y delante de Él todo el universo mundo, al cual y a cada uno en particular llama y dice: mi voluntad es de conquistar todo el mundo y todos los enemigos, y así entrar en la gloria de mi Padre…» (Ejercicios, n°95).

Pero, como ayuda a aquella contemplación de «la vida del Rey eternal» San Ignacio propone una «parábola» sobre «el llamamiento del Rey temporal». Leamos su texto íntegro:

«El primer punto es poner delante de mí un rey humano, elegido de mano de Dios Nuestro Señor; a quien hacen reverencia y obedecen todos los príncipes y todos hombres cristianos.

El segundo punto: mirar cómo este rey habla a todos los suyos, diciendo: Mi voluntad es de conquistar toda la tierra de infieles, por tanto quien quisiera venir conmigo ha de ser contento de comer como yo, y así de beber y vestir, etc.; asimismo ha de trabajar conmigo en el día y vigilar en la noche, etc.; porque así después tenga parte conmigo en la victoria como la ha tenido en los trabajos.

Considerar que deben responder los buenos súbditos a rey tan liberal y tan humano; y, por consiguiente, si alguno no aceptase la petición de tal rey, cuanto sería digno de ser vituperado por todo el mundo y tenido por perverso caballero» (Ejercicios, 92, 93, 94).

No han faltado entre los comentaristas de los Ejercicios de San Ignacio algunos que han visto como anecdótico y accidental a la contemplación de la vida del Rey eternal el ejemplo del rey humano y temporal cuyo designio es la conquista de la tierra de infieles.

En los artículos del Padre Orlandis se da por supuesto algo que también le oí personalmente expresar: que la «analogía» entre este rey humano que llama a sus súbditos a una guerra de cruzada, y el Rey eterno, Cristo Nuestro Señor, cuya voluntad es conquistar todo el mundo es exigida para la comprensión auténtica de la meditación del Reino, clave de los mismos Ejercicios Espirituales, junto con la de las «dos banderas»: «una de Cristo, sumo capitán y Señor Nuestro, y otra de Lucifer, mortal enemigo de nuestra humana natura».

La ambientación histórica de los artículos se dirige precisamente a hacer patente los sentimientos e ideales personales de Íñigo de Loyola, para ayudar a comprender aquella analogía entre el rey temporal y humano y el Rey eterno, que para el Padre Orlandis resultaba por lo demás teológicamente obvia.

«Siendo, como es evidente el llamamiento del Rey temporal la proclamación de una cruzada ideal, se ve claramente que el Santo experimenta en sí mismo que… lejos de serle estorbo para subir al conocimiento de Cristo y de su obra y al deseo de imitarle y de servirle y de amarle, le había ayudado positivamente a ello.

Sin duda percibió la relación de analogía que existe entre lo uno y lo otro. Lo primero se desarrolla dentro de la órbita de lo natural, por más que la intervención manifiesta de Dios y la intención última de los que interviene la hagan rozar con lo sobrenatural; lo segundo es todo en sí mismo sobrenatural.

Entre lo natural y lo sobrenatural no se da semejanza estricta sino aquella manera de relación que los escolásticos denominan analogía» (Cristiandad, núm. 149, 1 de junio de 1950).

En la tarea formativa del Padre Ramón Orlandis era tema central la responsabilidad del cristiano de asumir todas las realidades naturales y de trabajar por su ordenación al fin último sobrenatural del universo y de la vida cristiana.

Por lo mismo, distinguía en el orden mismo de las cosas naturales, de aquellas tareas legítimas y honestas cuyo fin intrínseco e inmediato era un bien de orden humano, natural, aquellas que denominaba «lo natural sobrenaturalizado».

Al ser asumidas con intención sobrenatural, las realidades humanas no son «desnaturalizadas», sino perfeccionadas en sí mismas. El ejemplo más grandioso de esto, que se apoya en el misterio de la divina dispensación, es el matrimonio, elevado a sacramento, que representa y significa la unión entre Cristo y su Iglesia, precisamente al ser restablecido en la perfección originaria en que había sido constituido en la Creación del hombre.

La educación cristiana, misión esencial de los padres, y de la que participan los educadores en tantas obras fundadas en la Iglesia, contiene también esencialmente múltiples dimensiones de orden humano y natural, emprendidas al servicio de la educación en la fe, y en concreto inseparables de ella.

Se ha de reconocer como una tarea natural sobrenaturalizada la filosofía cristiana, según el concepto expresado en las dos encíclicas pontificias dedicadas a la filosofía: la Aeterni Patris, y la reciente Fides et ratio de Juan Pablo II.

También las tareas hoy llamadas de «inculturación de la fe» se contienen en su mayor parte en este ámbito de orientación de lo natural sobrenaturalizado.

Como afirmó Pío XII, los movimientos católicos surgidos en el mundo posterior a la Revolución Francesa trataban de suplir «la bienhechora influencia de la unión entre la Iglesia y el Estado», que creaba como una atmósfera de espíritu cristiano. Así pues, el Estado católico, las monarquías cristianas y el sacro imperio habían sido, como tales sociedades políticas, una realidad sobrenaturalizada. Y lo fueron también las múltiples actividades en que se desplegaron aquellos movimientos: prensa católica, universidades católicas, «partidos católicos» al servicio de la libertad de la Iglesia.

Montalambert, el gran dirigente del partido católico francés proclamaba hacia 1843, bajo la monarquía orleanista, en su campaña por la libertad de enseñanza, «nosotros somos los hijos de los Cruzados».

El Padre Orlandis veía también como actividad «natural sobrenaturalizada» las guerras de Cruzada. He aquí lo que escribía sobre el contenido de la «parábola» ignaciana del llamamiento del Rey temporal:

«Al pretender la conquista de toda la tierra de infieles no le mueve ambición ni voluntad de poder, sino celo y caridad. Caridad para con los cristianos cautivos, caridad para los que viven sujetos bajo el yugo injusto y tiránico de los infieles; caridad para los desgraciados infieles a los cuales sus tiránicos señores hacen gemir bajo la coyunda intolerable del despotismo y son injustamente por ellos impedidos para que no puedan abrazar la fe cristiana.

La conquista, no hay remedio, se ha de hacer mediante una guerra. Esta guerra será justa… esta guerra será humana, cuanto pueda serla la guerra… esta guerra será santa, porque siendo en sí misma justa será santificada por la intención religiosa que a ella mueve y por la bendición de la Iglesia, que no puede menos de bendecir aquello que con tantas veras ha pedido a los príncipes cristianos y con tanta fuerza de autoridad ha intimado.

Por decirlo de una vez, esta guerra será una Cruzada, una Cruzada sin precedentes por el régimen que la guiará, por la unidad que la fortalecerá, por la totalidad que la hará invencible, por el espíritu que la sobrenaturalizará» (Ídem).

El Padre Orlandis no interpretaba como algo unívoco la semejanza entre la empresa a que llama el Rey temporal, y la vocación de Cristo «a conquistar todo el mundo y todos los enemigos». Pero si ciertamente afirmaba expresa y formalmente una verdadera analogía.

En un artículo posterior al que acabamos de citar, y bajo el título de «De cruzado temporal a cruzado espiritual» escribió:

«Para subir a la contemplación de la vida y misterios de Jesucristo… le sirvió a guisa de peldaño el sentido de Cruzada que palpita en la parábola del Rey temporal; y esto en virtud de la analogía que existe entre realidades espirituales o sobrenaturales de orden superior y realidades materiales o naturales de orden inferior.

Esta analogía se da entre una guerra justa y de fin noble y elevado y la guerra espiritual a la cual nos llama Cristo contra los enemigos del alma: mundo, demonio y carne. Y ¿no será esta semejanza o proporción más próxima y señalada, cuando la guerra justa y noble queda, por la intención y por el fin, elevada hasta lo sobrenatural y religioso? ¿Y no es éste mi buen lector el caso de la Cruzada?»

Pero el Padre Orlandis, en el artículo que estamos citando (n° 150) no se detuvo en esta tan explícita formulación doctrinal. Podríamos decir que «enseñó todas sus cartas», y continuó escribiendo, dirigiéndose a su lector.

«Yo apelo a tu buen sentido. Entre un cristiano aburguesado, que se goza en su buena vida y en el confort, y un joven de temple patriótico e idealista, ¿a cuál escogerías, pensando humanamente, para llevarle a una vida de entrega total a Dios, de austeridad y heroísmo cristiano? Vamos a dar un paso más; supón que dicho joven no es solamente un patriota e idealista, sino que es uno de aquellos que, en el mes de julio de 1936, impelidos por el entusiasmo religioso, por el amor al prójimo y a la patria, sin titubeos ni cálculos, se alzaron a campaña con el espíritu auténtico cruzado, ¿qué no esperarías de él en la vida y en la lucha espiritual? ¡Hay!, que quizás algunos de aquellos héroes debamos, tú el que puedas leer esto; yo, el que haya podido escribirlo».

* * *

Tratando de comprender en su intención unitaria las actitudes y tareas apostólicas del Padre Orlandis, creo que podrían hacerse sobre ellas las siguientes precisiones.

En primer lugar: su apostolado en el orden de lo sobrenatural, en el orden de la «cruzada espiritual», en el espíritu de la contemplación de San Ignacio sobre la vida del Rey eternal, tenía su núcleo en el mensaje de amor misericordioso del Corazón de Jesús, inspirador de la «movilización» al servicio de su Reinado en los hombres y en las sociedades.

A esto tendía su esfuerzo en impedir que las contaminaciones naturalistas y las minimizaciones hipócritas, que sirven disimuladamente al «espíritu del mundo», hiciesen olvidar prácticamente a los cristianos de nuestro tiempo «la integridad de la doctrina tradicional católica» -según expresión del Concilio Vaticano II- sobre «el deber de los individuos y las sociedades hacia la religión y la única Iglesia de Cristo».

Las circunstancias del ambiente explican que su tarea en este orden de cosas, que él sentía, de acuerdo con el Magisterio pontificio, como perteneciendo a la evangelización del Reino de Cristo por su amor, fuese incomprendida y descalificada con la acusación de integrismo.

En segundo lugar: era consciente de que aquel espíritu mundano distrae la atención de los católicos hacia los designios divinos de «la instauración en Cristo de todas las cosas, las celestes y las terrenas», y conduce a la renuncia práctica a su deber de «militar bajo las banderas de Cristo Rey y defender todos los derechos de Dios sobre los individuos y las sociedades» -como había expresado Pío XI-.

Toda su tarea de estudio y formación en la Teología de la Historia, se orientaba a mantener ferviente el deseo esperanzado del advenimiento del Reino en el mundo y del cumplimiento de la divina voluntad en la tierra como en el cielo.

También las circunstancias del ambiente explican que este optimismo nuclear del que afirmaba deberían participar todos los cristianos, y a cuyo servicio se ordenaba aquel estudio de la Teología de la Historia, diese el pretexto a algunos a la descalificación de su pensamiento como milenarismo.

En tercer lugar: quería que se ordenasen a los fines de esta actividad apostólica, en su doble dimensión sobrenaturalista y de proclamación del Reinado de Cristo en la sociedad, todas las diversas tareas, filosóficas, históricas, políticas, literarias o estéticas, que inspiró o aconsejó a sus discípulos en el ámbito de lo «natural sobrenaturalizado».

Expresión colectiva de estas tareas, orientadas por el ideal del Reino de Cristo por su Corazón, quiso que fuese la revista Cristiandad, que él no fundó, sino que alentó e inspiró, y de la que tuvo siempre la convicción de que tenía que ser una obra de iniciativa laical, y que pudiese abarcar, con libertad de espíritu y desde la responsabilidad de sus redactores, todo aquello a que actualmente damos el nombre de «inculturación de la fe».

Una acción que nunca hubiese admitido que se intentase realizar por la atenuación del imperativo sobrenatural, o según confusiones de planos que rebajasen el ideal del Reino de Cristo en el mundo, por la inmersión en las ideas, inmanentistas y antropocéntricas, que habían llevado al mundo actual al divorcio entre la fe y la cultura y la vida de los pueblos.

Francisco Canals