La ausencia de la Infancia espiritual

//static.flickr.com/8266/8663104143_37bcfb753d_mSe necesita que un cristiano sea muy miope en los ojos del alma, o los tenga caliginosamente oscurecidos por el humo de Satanás, para no darse cuenta de que nuestra época se distingue desdichadamente por la ausencia, o carencia, o falta de la verdadera infancia espiritual en las almas y en la vida de muchos cristianos, aun de los que presumen de seguir y profesar el Evangelio. Es un lamentable hecho, que se impone por la evidencia.

Y lo cierto y triste es que esta tan extendida ausencia de la infancia espiritual es funesto origen de muchos errores doctrinales y de frecuentes desviaciones morales.

No lo creerá la mayor parte quizás de los hombres modernos; y si se lo decimos y aseveramos, nos mirarán con mirada de compasión y con sonrisa despectiva, pues sus criterios van por otros derroteros.

Son muchos, efectivamente, los que en libros, revistas y periódicos, lo mismo que en discursos y homilías, denuncian y ponen de relieve los errores que en materia de fe y costumbres cunden en nuestra época; como también las desviaciones prácticas morales, los pecados y los vicios, a donde llevan los falsos criterios y las erróneas doctrinas.

Hay también quienes, además de denunciar esos errores y desviaciones, se afanan por descubrir y poner de manifiesto las causas de donde proceden, como de su origen viciado y fuente infecta, todas esas perniciosas consecuencias. Y en ello hay quienes aciertan, y hay quienes se equivocan, o no dan en las verdaderas causas de nuestra grave crisis actual.

Son ciertamente varias las causas de nuestros males doctrinales y morales; pero entre ellas, quisiéramos llamar la atención sobre una, que siendo muy común, y siendo también origen muy frecuente de tanto error y tanto desorden moral, no vemos que sea bastantemente aducida ni considerada; pero que sin duda es una de las principales causas de lo que tanto lamentamos. Nos referimos a la triste realidad de la ausencia frecuentísima de la verdadera infancia espiritual en las mentes y en la vida de muchos cristianos de nuestra época.

Con certera visión de las realidades actuales, y con inspirado intento de llevar luz a las almas, está aprovechando Cristiandad la oportuna ocasión del reciente centenario de Santa Teresa del Niño Jesús, para poner en buena luz lo que es y lo que significa la verdadera infancia espiritual; y dar voces acertadas de alerta contra las graves derivaciones de la ausencia o carencia de ella en las almas cristianas.

Y deseamos nosotros secundar el noble y necesario apostolado de esta Revista, que teniendo por lema promover el Reino de Cristo, y combatir con las armas de la verdad todo lo que a él se opone, está llamando la atención de sus queridos lectores a la consideración de la infancia espiritual, como a un tema de suma importancia en el Reino de Cristo.

Uniendo, pues, nuestra débil voz a la más poderosa y elocuente de otros ilustres redactores, deseamos proponer en qué consiste y cuánto vale e importa en la vida cristiana la infancia espiritual; y juntamente señalar y probar que la ausencia o carencia de ella es uno de los más directos y eficaces orígenes de errores doctrinales y desviaciones morales de nuestros días.

La verdadera infancia espiritual

Es la del Evangelio. La tomó primeramente en sí mismo, y la realizó con plena perfección, el Divino Salvador; y después la enseñó paladinamente con palabras terminantes, y como cosa necesaria para la eterna salvación. Lo hizo sin respetos humanos, y a la faz de la soberbia de muchos de sus oyentes.

La ocasión de esta importantísima enseñanza del Evangelio fue una escena encantadora. "Y le presentaron unos niños, para que pusiese sus manos sobre ellos, y orase por ellos. Más los Discípulos, al verlo, reñían a los niños y a los que los presentaban. Jesús, que lo vio, lo llevó a mal; y llamando hacia Sí a los pequeñuelos, dijo a los Discípulos: dejad que los niños vengan a Mí, y no se lo impidáis; porque de los tales es el Reino de Dios. En verdad os digo que quien no recibiere el Reino de Dios como un niño, no entrará en él. Y abrazándolos y poniendo sus manos sobre ellos, los bendecía" (Mt., 19, 13-15; Mc., 10, 13-16; Lc., 18, 15-17).

Como se ve, los tres evangelistas sinópticos nos refieren el hecho; y nos han trasmitido las palabras mismas del Divino Maestro.

Y también los mismos tres Evangelistas, San Mateo, San Marcos y San Lucas, nos relatan otro pasaje, en el que Jesús completó su pensamiento y su doctrina sobre la infancia espiritual.

Es el pasaje al que con toda propiedad se ha dado el título de "Júbilos del Corazón de Jesús"; y contiene una inusitada expresión del gozo íntimo del Señor, y las palabras que en ese gozo pronunció, al oír contar a los 72 Discípulos lo que ellos referían, contentos y satisfechos, por las grandes cosas que habían realizado, en nombre del mismo Jesús, en la singular misión a que les había enviado, para prepararle los caminos.

"En aquellos momentos, Jesús se estremeció de gozo en el Espíritu Santo y dijo: -Te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque encubriste estas cosas a los ojos de los sabios y de los prudentes; y las descubriste a los pequeñuelos. Sí, Padre; que tal ha sido tu beneplácito" (Mt., 11, 25-26; Mc., 13, 16-17; Lc., 10, 21-22).

Realmente, de la plenitud rebosante del corazón habla la boca; y en aquella ocasión, de la plenitud de sabiduría y de dulzura, que rebosa del Corazón de Cristo, brotaron estas palabras luminosas y llenas de encanto. Recojámoslas amorosamente, pues con ellas nosmanifestó Jesús las complacencias divinas en los que se hacen espiritualmente como niños en la humildad, sencillez y docilidad; y nos descubren los efectos de estas complacencias del Padre, aun en la vida presente, y como preparación para que entremos en el Reino de los Cielos.

Mientras Jesús bendice al Padre, da, como Maestro, a sus Discípulos una gran lección, tan alta como provechosa y necesaria, sobre la norma que Dios tiene en la revelación de sus soberanos misterios. El "Señor del cielo y de la tierra" reparte sus dones según su divino beneplácito. Si de su parte otorga sus gracias y revela sus misterios y sus designios por pura bondad y misericordia; pero, de parte nuestra, tiende principalmente al humilde acatamiento del hombre, a su dócil sinceridad. Donde ve altivez, esconde su mano; donde halla un corazón sincero y humilde, "abre su mano, y sacia con largueza a todo ser viviente" (Ps. 144, 16). La lluvia del cielo, que desciende de las empinadas cimas, se recoge en los profundos valles. Por esto, a los que se tienen por intelectuales y sabios, a los hinchados con su ciencia mundana, les esconde el Señor celosamente sus misterios; empero a los que reconocen humildemente la verdad de lo que son, y se tienen por pequeños a sus propios ojos, a los que ante la Majestad de Dios sienten la verdad de su limitación y la necesidad que tienen de Dios para creer y para obrar conforme a la fe; a los tales les descubre generosamente sus secretos y las maravillas de su amor.

Nadie quizá ha expuesto tan acertadamente el significado y valor de esta infancia espiritual del Evangelio, como el Papa San León Magno. Oigámosle, «Toda la enseñanza y la práctica de la sabiduría cristiana, amadísimos, no consiste en la abundancia de palabras, ni en la habilidad para discutir, ni en el afán de alabanza y gloria de los hombres; sino en la sincera y voluntaria humildad, que el Señor Jesucristo escogió y enseñó, como la grande y verdadera fuerza, desde el seno de su Madre hasta el suplicio de la Cruz.

Pues cuando sus Discípulos disputaban entre sí, como refiere el Evangelio, sobre quién de ellos sería el más grande en el Reino de los Cielos, Él, llamando hacía Sí a un niño, lo puso en medio de ellos, y dijo: En verdad os digo: si no osconvertís, haciéndoos como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos; pues el que se humillare hasta hacerse como un niño, ése será el más grande en el Reino de los Cielos.

Cristo ama la infancia, que Él mismo asumió en su alma y en su cuerpo desde un principio. Cristo ama la infancia, maestra de humildad, norma de inocencia, modelo de dulzura. Cristo ama la infancia, y de tal manera que hacia ella orienta las costumbres de los mayores; hacía ella conduce aun la misma ancianidad; y así, a los que eleva al Reino eterno, antes los ha atraído a su propio ejemplo.

Mas si queremos ser capaces de comprender perfectamente cómo se puede llegar a un cambio y conversión tan admirable, y por qué transformación voluntaria hemos de ir a la edad y condición de los niños, dejemos que San Pablo nos instruya y nos diga: No seáis niños en el juicio; sed párvulos sólo en la malicia; pero adultos en el juicio (1 Cor., 14, 20).

No se trata, pues, de volver a los juegos de los niños, ni a las imperfecciones de los primeros años; sino se trata de que adoptemos una manera de vida que convenga también a los años de la madurez. Es decir, que pasen pronto nuestras agitaciones interiores, que rápidamente encontremos la paz; que no guardemos resentimientos por las ofensas, ni codiciemos las dignidades; sino que amemos vernos unidos, y guardemos una igualdad que sea conforme a lo que somos por la naturaleza.

Es ciertamente un gran bien que no sepamos alimentar ni tener gusto por el mal; pues inferir y devolver las injurias es propio de la sabiduría de este mundo; y por el contrario, no devolver mal por mal es propio de la infancia espiritual, toda llena de ecuanimidad cristiana.

Amen, pues los fieles la humildad, y eviten todo orgullo y engreimiento; cada cual prefiera a su prójimo a sí mismo; y nadie busque su propio interés, sino el del otro; de manera que cuando estén todos llenos del espíritu de benevolencia, no se encuentre en ninguno el veneno de la envidia; pues el que se ensalza, será humillado; y el que se humilla, será ensalzado (Lc., 14, 11); como lo atestigua Nuestro Señor Jesucristo, que con el Padre y el Espíritu Santo, vive y reina por los siglos de los siglos» (Hom. 7. in Epiph. Dom.).

¿Cómo se podría expresar mejor el pensamiento de Cristo sobre la infancia espiritual? Y concuerdan con San León Magno los demás Santos Padres, que unánimemente entendieron la doctrina evangélica sobre el hacernos como niños, en el sentido primario de la virtud fundamental del cristiano, que es la sincera humildad; mas no tan sólo en esto; sino también en el sentido de la ingenuidad y la inocencia; y, sobre todo, en el sentido de la sencillez de ánimo y en la sinceridad y docilidad con que los niños se muestran ajenos de toda ambición, orgullo y egoísmo.

En una palabra: que los adultos hagamos por virtud, con el vencimiento y el dominio propio, para imitar a Cristo, y con su gracia, lo que por condición natural son y hacen los niños.

Y notemos atenta y cuidadosamente que el Divino Maestro nos enseña y nos recomienda la infancia espiritual, no tan sólo como una cosa de consejo, sino como disposición y aun condición necesaria para entrar en el reino de los Cielos.

Sí, en la infancia del espíritu, bien entendida, ha señalado Jesús las disposiciones morales que deben tener los que han de entrar en la vida eterna de la Gloria; es a saber, la sencillez, la inofensividad, el candor, la confianza, el sentido de la propia pequeñez y de la natural limitación; la sincera humildad; "porque de los tales es el Reino de los Cielos".

Ni solamente la virtud necesaria para no ser excluidos del Reino de Dios; sino también la más excelsa santidad, la ha cifrado Jesús en la infancia espiritual. No es ella un camino para llegar a las cumbres de la santidad cristiana; es el único camino.

Los más grandes Santos, los que son considerados como gigantes en la santidad, se han distinguido siempre por su sencillez espiritual. Y es interesante que los pasajes patrísticos de la Liturgia, que más enaltecen la infancia evangélica, sean precisamente de los colosos de la sabiduría y de la santidad. Lo hemos visto en San León Magno; y lo podríamos confirmar con palabras parecidas de San Agustín, de San Hilarío, de San Jerónimo, de San Gregorio el Grande. Y el Papa que beatificó y canonizó a Santa Teresa del Niño Jesús, la pequeña Santa y gran Santa de Lisieux, fue Pío XI, grande entre los grandes Papas de la Iglesia.

Esta es, pues, la verdadera infancia espiritual, porque es la de Cristo, la del Evangelio. Y en nuestros tiempos, como acabamos de recordar; tiempos tan necesitados de ella, tan alejados de ella, ha querido la inefable Providencia del Señor darnos un gran ejemplo de ella; ejemplo sumamente admirable, y a la vez amable e imitable. Es el de Santa Teresa del Niño Jesús.

Ilustrada con luz celestial, comprendió lo que es y lo que significa la infancia espiritual; la puso en práctica con suma perfección; y la enseñó a todos con firme constancia, a la par que con virginal delicadeza. Oigamos lo que de este acabado modelo de infancia espiritual, la Santa de Lisieux, nos dice la Santa Madre Iglesia, por boca del Papa Pío XI.

«Para agradar más al Altísimo, y habiendo leído en las Sagradas Escrituras aquel aviso: Quien sea pequeñuelo y sencillo, venga a Mí (Prov. , 4, 3), quiso ser párvula en el espíritu; de lo cual procedió que con filial confianza se entregó perpetuamente a Dios, como a Padre amantísimo. Esta vía de la infancia espiritual, según las enseñanzas del Evangelio, la enseñó a otros; en especial a las novicias, que por obediencia recibió para formarlas en la práctica de las virtudes religiosas. Y así, repleta de celo apostólico, mostró al mundo, hinchado de soberbia y ávido de vanidades, el camino llano de la sencillez evangélica».

Desde los tiempos, tan cercanos a los nuestros, de la gran Santa de Lisieux, se ha hecho mucho más necesario volver al Evangelio, y aprender del ejemplo y de la doctrina de CristoJesús el amor y la práctica de la verdadera infancia espiritual.

Y cuando es más necesaria, vemos que hay en muchísimos cristianosuna deplorable ausencia o carencia de ella; siendo así que ello es el origende gran parte de los errores doctrinales y de las desviaciones morales que vemos y lamentamos. Es lo que vamos a considerar en resumidas consideraciones.

La ausencia de la infancia espiritual, origen de muchos males en fe y costumbres

En campo tan dilatado, y donde hay tanta cizaña, sembrada por el maligno enemigo, será preciso reducirnos a unos pocos como capítulos de males doctrinales y morales, que minan ahora la vida cristiana, como efectos perniciosos de la falta o ausencia de la verdadera infancia espiritual.

a)Y, ante todo, el subjetivismo. -Los más conspicuos escritores de la Historia Eclesiástica; los que no limitándose a consignar los hechos, han indagado y han puesto de manifiesto las causas de ellos, que es lo propio de la Historia, no sólo como Arte, sino también como Ciencia, están contestes en afirmar que todos los errores dogmáticos y todas las herejías han tenido su origen en el subjetivismo de los que ateniéndose tan sólo a sus propias opiniones y a sus pareceres subjetivos, los han preferido y antepuesto a las claras enseñanzas del Magisterio de la Iglesia; y aun después de ser propuestas estas enseñanzas y aun definidas como doctrina de fe, han sostenido pertinazmente lo que subjetivamente se habían ellos elaborado y lo habían publicado.

Pues lo que siempre ha sucedido con los heresiarcas y los fautores de errores dogmáticos, lo vemos ahora en muchas personas que con increíble presunción mantienen y proclaman sus opiniones subjetivas en contra de la autoridad doctrinal de la Iglesia. Saben ellos mucho más que los teólogos insignes; más que los Obispos más doctos; más que el mismo Sumo Pontífice.

Y en la doctrina y práctica de la vida moral se difunde hoy día, como un veneno corrosivo y como una plaga destructora, la opinión de que laconciencia subjetiva de cada uno es la norma suprema y aun única de los actos humanos.

Pues, ¿quién no ve que este orgulloso proceder se debe a la falta de la auténtica humildad cristiana, una de las características de la verdadera infancia espiritual?

b) La autosuficiencia y criticismo. -Ambas cosas van del brazo del subjetivismo. Los que pretenden llevar adelante suspropias opiniones, aun en contra de pareceres y juicios muy autorizados, es porque se figuran que saben de todo, que pueden dictaminar aun sobre cosas muy altas y difíciles, y que por lo mismo pueden criticarlo y juzgarlo todo. Y esto se ve aun en personas de pocas luces y de poca formación; lo cual es lo más lamentable, pues como alguien dijo con plena razón, "no hay cosa peor que una medianía infatuada, una mediocridad engreída".

¡Y hay en nuestra época tantos así! Son muchos los que en conversaciones y diálogos, al proponerse asuntos graves y difíciles, y que piden mucho estudio y mucha experiencia, en vez de atenerse a lo que, de niños, aprendimos en el Catecismo: "eso no me lo preguntéis a mí, que no tengo suficiente preparación para dar una opinión acertada; Doctores tiene la Santa Madre Iglesia, que os sabrán responder", selanzan a dictaminar sobre las cosas más arduas, o sobre asuntos delicados, según lo que seles ocurre en aquel momento, o lohan soñado con anterioridad.

Muy lejos están los tales de seguir aquel sabio consejo de laDivina Escritura: "No estribes en tu propia inteligencia" (Prov., 3, 5). Y así, aun en las otras cosas humanas, en las que no hay tanto peligro como en el error doctrinal o en la desviación moral, sienten de consuno loshombres en realidad sabios que es prudencia verdadera no fiarse uno de su propia prudencia; y especialmente en las cosas de cada uno, donde no suelen ser los hombres comúnmente buenos jueces por la pasión, que oscurece y anubla el entendimiento y llega a trastornar el corazón.

Pues siendo así que todo hombre sensato debe atenerse al parecer de personas prudentes, o a lo menos contar ese parecer ajeno para sopesar el propio suyo en sus cosas; y esto, aun cuando las tales personas, aun siendo prudentes, no tienen autoridad doctrinal; ¡cuánto más si se trata de las enseñanzas de la Iglesia, que ha recibido de suDivino Fundador la autoridad para interpretar con plena seguridad las verdades reveladas, o las que se refieren a ellas!

Y así, era común sentir de losantiguos ascetas que "con ningún otro vicio trae tanto el demonio al cristiano a despeñarle en su perdición, como cuando le persuade que, desechados losconsejos de los que tienen más autoridad y son más experimentados, se fíe en su propio juicio, resolución y ciencia.

c) Crisis de fe y de obediencia. -Quien ha entendido bien lo que es y lo que significa la verdadera infancia espiritual, verá como cosa evidente que a la falta de ella se debe atribuir la actual pavorosa crisis de fe y de obediencia. Casi huelga demostrarlo. Tan sólo notaremos que la fe es don de Dios, y la obediencia es una virtud que procede de la gracia de Dios; y Dios, que resiste a los soberbios, da su gracia a los humildes. Y ya hemos oído de labios del Divino Maestro que Dios oculta la revelación de sus misterios a los que presumen de inteligentes, entendidos y sabios según el mundo, y la descubre a los que se reconocen como pequeñuelos, necesitados de la luz y de la fuerza del Señor para creer y para obedecer.

d)La decadencia en la verdadera devoción a la Santísima Virgen María. -También esta triste y patentemente innegable realidad de nuestra época se debe a la ausencia de la verdadera infancia espiritual. En efecto; el cristiano, por muy adelantado y aun avanzado que sea en edad, está siempre en período de formación, de educación espiritual, de desarrollo y crecimiento en la vida sobrenatural de la gracia; por lo cual, es evidente que así como en la vida natural, el niñoy el adolescente necesita de los cuidados de la madre, lo mismo, y mucho más, el cristiano en la vida sobrenatural. Y en ella, nuestra Madre es la Virgen María, de cuyos maternales cuidados tenemos absoluta necesidad para crecer y perfeccionarnos en la vida cristiana; pues María, con su ejemplo e intercesión nos ayuda maravillosamente para que Cristo se vaya formando en nosotros; ya que en esto consiste propiamente el desarrollo de nuestra vida sobrenatural; y nadie mejor que María realiza esta obra, pues para esto nos la ha dado Cristo por Madre; y Ella, del todo llena de Cristo, y poseyendo el mismo amor y Corazón de Cristo, coopera maternalmente con la gracia divina para que, según la frase de San Pablo, "se forme Cristo en nosotros" (Gal., 4, 19).

Si, pues, en la vida sobrenatural cristiana, todos somos siempre como niños y adolescentes, todos en edad de formación espiritual, es cosa clara que durante toda nuestra peregrinación terrena necesitamos de la ayuda maternal de la Virgen María; a la que, por consiguiente, todos y en toda edad hemos de invocar y la hemos de imitar.

Pero, ¡ay!, son muchos los que ahora piensan que se pueden desentender de la devoción a la Virgen María, porque se creen adultos y en la madurez de la vida cristiana; se figuran estar ya del todo formados; y viven tan seguros de sí mismos, que no les hace falta recurrir a la Madre. Está ausente de ellos la auténtica infancia espiritual.

¿Seguirán así, tan desatentadamente, los que no recurren a la que es Madre de todos, y por toda nuestra vida en la tierra, porque piensan que no necesitan de Ella? Quizás no; quizás vengan, por la misericordia de Dios y la intervención de la que es "vida, dulzura y esperanza nuestra", tiempos mejores.

La reciente "Exhortación Apostólica" del Papa Pablo VI sobre el culto y devoción que todos debemos tener a María, ha sido una nueva luz que ha descendido del Cielo a la tierra; ha sido una voz divina, que ha de resonar en lo íntimo del corazón de todos los fieles de Cristo, hijos de la Virgen María. Pues bien: "Sí hoy escucháis su voz, no queráis endurecer vuestros corazones" (Ps. 94, 7-8).

La infancia, en la vida humana, es su primavera. Y la infancia espiritual, según el Evangelio, podemos esperar que va a ser aquélla "primavera de la Iglesia", anunciada por Pío XII; el nuevo "Pentecostés de amor", profetizado por Juan XXIII; una primavera cristiana que nos traiga la llena de gracia, la bendita entre todas las mujeres; la que siendo Hija predilecta del Padre, y Madre del Divino Hijo hecho Hombre, es Esposa del Espíritu Santo; una primavera cristiana que anuncie una madurez de vida sobrenatural, y una cosecha de frutos abundantes e insospechados de vivir los cristianos el Evangelio, y de extenderse el Reino de Cristo por toda la tierra.

Y, en verdad, de todo lo que hemos expresado se deduce claramente que así como la ausencia o falta de la verdadera infancia espiritual en muchísimos cristianos es origende los más graves males de nuestra época; así, por el contrario, la presencia o práctica de la santa infancia del espíritu, conforme al Evangelio, será un gran remedio de tantos errores doctrinales y desviaciones morales como ahora nos aquejan y nos contristan.

P. Roberto Cayuela, S.I.

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